viernes, 27 de abril de 2012

Antifaz.

Cada rostro termina siendo la bitácora de los caminos recorridos. Allí se pueden leer todos los tropiezos sufridos. Claro, hay que tener la mirada entrenada para saber leer los datos que los rasgos ofrecen. Creo que al nacer cada rostro es casi plano. No ofrece más que una promesa o una premonición. En verdad, nada concreto. El paso de los años, la forma de vivir las emociones, de edificar ideas, de llevar a cabo acciones libres o a control remoto, ponen en el rostro líneas que pueden leerse. Cada línea es un texto vivo. En un rostro totalmente impávido, como en trance de meditación pero con los ojos abiertos y la mente en blanco (si es que eso es posible en sano juico) podemos aventurar una lectura. El desnivel de las cejas indicará tristeza, desolación, indiferencia. El brillo sucio de los ojos, fatiga, más desolación. La línea central de la boca, muerta, insonora, asanduichada por la línea de cielo y la de tierra aportadas por los labios, no alcanza a reflejar disgusto, sólo indiferencia, sabor agrio, certeza de que ningún refrán sirve de nada. Muestra la convicción de que es mejor dar la espalda en silencio y partir sin delatar el rumbo pero dejando la certeza del nunca retorno. Las líneas del rostro. Las revistas de estética las apodan líneas de expresión y ofrecen técnicas para disimularlas, para poner en la piel los retoques que se dan a las fotografías y dejarlos fijos un buen rato. Debajo está el ser que labró las líneas. Ciertamente la cocción sucede dentro. Allí la mezcolanza de sentires, la molienda inconclusa del pasado, recuerdos de triunfos y caídas, bocetos de sueños perseguidos pero nunca alcanzados, risas que se decoloran. La superficie del rostro es jurisdicción del tiempo aunque no se puede negar el peso de los tumbos dados en el diseño de la estampa, nata de piel hervida a fuego lento, deshidratada. Vistos en acción los rostros hablan lenguajes puestos al servicio de eventos pasajeros. Las artimañas de la memoria para adueñarse de los mensajes de los rostros son vencidas por el ácido corrosivo del olvido. La plasticidad del rostro. Magia que hipnotiza. Elemento del cual el amor y el deseo se valen para prolongar sus efectos. El rostro amado, quizás el único obsequio que nos hace creer que la felicidad es posible aunque olvidemos por un instante que no es infalible contra el tiempo y la muerte. El rostro amado, ¿existe algo que se haya delirado con mayor imprecisión? El tiempo todo lo vuelve polvo.

lunes, 23 de abril de 2012

Diario.

Quizás muchas de las razones que ando buscando a mis confusiones estén ubicadas en la forma como fui entrenado para vivir y digo entrenado porque eso es lo que creo que hacen con nosotros durante nuestros primeros años. Los adultos que tienen a cargo tal deformación, y a sí quiero describirlo, son movidos por varios tipos de intereses, algunos visibles, otros ocultos. Claro los padres pueden sentir que todo en ellos es buena intención, incluso los desmanes de su locura personal. Y nadie es quien para refutarlos pero lo cierto es que los resultados que se van dando son asaz imperceptibles para todos.

Mi madre, por ejemplo, siempre tuvo delirios de riqueza. Crecimos en un barrio miserable en el que ella se creía la rica del pueblo. Hasta muy entrada en años acostumbraba a teñirse el pelo de rubio para destacar en medio de un puñado de mestizos que teníamos como vecinos. Lo cierto es que sus ojos grises le ayudaban, no tanto a sí su nariz aguileña y su inocultable ordinariez.
Por otro lado, mi padre no era más que un trabajador de construcción venido a más que había encontrado su gallina de los huevos de oro en la firma de demoliciones que había abierto oportunamente a raíz del terremoto del 1982.

Esto lo veo ahora, años a distancia de las situaciones en que también yo era protagonista. Haber trabajado en tantos oficios cuando adolescente me alimentó la mirada, me puso perspectivas que hoy valoro, incluyendo la dualidad que me hizo depresivo y jocoso, disciplinado y laxo, engarrotado y espontáneo; como quien dice un engendro impredecible. En realidad me muevo por ejes que se pueden vislumbrar con facilidad, soy engendro iluso, prepotente y desatinado, lleno de ideas y pereza.

martes, 17 de abril de 2012

Inicio...

La primera vez que Harry y yo asesinamos a alguien fue por los días en que yo acababa de entrar en mi época densa. Me la pasaba días enteros deambulando por la ciudad llenándome de asco por todo lo que veía pero sobretodo por los rostros de las personas que encontraba.
Creo que había ido almacenando rabia por todo lo que me rodeaba. Pero no era por todo en realidad, sólo lo que se me antojaba frágil. Lo feo no me molestaba, sólo lo que juzgaba cobarde, y entiendo que ese era un odio contra mi propia cobardía. Desde niño había tenido encuentros con este sentimiento de impotencia. Me invadía la parálisis física y mental cuando me encontraba en situaciones de peligro: Aunque no era el peligro lo que me paralizaba si no más bien la confrontación directa. Y no sé en que momento perdí la valentía de enfrentar a quien me retaba. Recuerdo que durante unas ferias decembrinas en un pueblo, me planté frente a un man de unos veinte años que me desafiaba y me insultaba y decía cualquier sarta de barbaridades en nombre de mi madre. Yo le escuchaba y me reía de él y le decía que si a todos sus insultos. Él, desconcertado, sólo a tino a darme un puñetazo en la boca. Fue suave, no me reventó, pero seguí riendo y aunque había visto el puño venir, no me asusté, ni siquiera me importó. Creó que estaba almacenando la cantidad de rabia necesaria para despellejarlo sin el más mínimo pudor.
Llevaba mi navaja en el bolsillo. No llegué a hacerlo porque el dueño del jeep en que andábamos me jaló del brazo y me llevó a seguir en la caravana. No recuerdo quien era ese chofer pero sé, por la presencia viva que tengo de sus ojos, que él sabía lo que yo iba a hacer y simplemente intervino. Me miraba y se reía con admiración. Yo lo sentí así.



Este es el inicio de mi novela "Los Afortunados".

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sábado, 14 de abril de 2012


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Había imaginado tu cuerpo,
la noche siendo arrinconada
por la luz de la lámpara.
Tú,
desplegada en la cama,
desmadejada, cubista, blanda,
adormilada, risueña, en espera,
sin curiosidad,
convencida de mi arribo,
dispuesta al enlace.

La nota sobre la mesita decía:
“Regreso tarde. No me esperes despierto.”

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miércoles, 11 de abril de 2012

Hmm...

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La vida tiene tal invencible manía de arrastrarnos en sus ímpetus y sus calmas que nunca podremos estar preparados para sus irreverencias por más que descubramos el funcionamiento mágico de sus mecanismos. Yo acudo a mis palabras como a un antídoto contra la imposibilidad de comprender la existencia.Escribo, hablo, pienso. A toda hora estoy conectado a mis reflexiones en tono literario. Le mezclo lirismo a la cotidanidad y le incrusto vetas de buen humor a mis permanentes sueños resquebrajados. Vivo. No me permito amar pues la contundencia con que este enigma me derribó antes, de llegar a repetirse, podría hacer de mi un zombie vegetal y no quiero serlo. No me cala el semblante gris musgo ni el caminar atolondrado. Prefiero ser visto como una marioneta que sobrevivió al carnaval y cobró autonomía por el milagro de creer en su bailoteo florido, por su risa irónica indeleble. Voy bien. Con menos fe por todo, con menos desconfianza. Un poco más hacendoso, quizás.Quisiera tener la habilidad para entrenar mi mente de manera científica. Es decir, hacer de mi cerebro un motor de busqueda atinado, nada soñador, que fabrica senderos para ir, simplemente ir, avanzar sin puerto de llegada, sin anhelos de retorno. Definitivamente, me urge aprender el silencio.
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domingo, 8 de abril de 2012

Siempre Mariana.



Ahora me he quedado aquí, pensando. Me tiro en la cama boca arriba y me dedico a percibir los sonidos de la noche para que los pensamientos se deshagan. Apagué el radio. Llueve lento y armonizado. El efecto sonoro de las tejas de marcolita del patio interior es muy agradable. Me hace sentir que estoy en invierno aunque la lluvia sea poca. Abrí la ventana un poco para que entrara la brisa. La cortina se mueve y juega con las sombras mostazas que ha inventado mi lámpara de lectura. Esa luz fue mi aporte a la penumbra. Recorrí los almacenes de antigüedades del centro viejo de la ciudad hasta dar con ella.
Miro el machimbre del embovedado y no pienso en nada. Desde su rincón, en la planta baja de la casa, el refrigerador ronronea como una mascota que duerme. Busco mi frazada de retazos y me echo encima el peso de su doble grosor armado con figuras geométricas. Mi piel desnuda goza de la frescura de la tela. De pronto siento antojo de un café negro tibio pero no me muevo. Se acerca la media noche y debo estar en pie muy temprano.
Doblo la almohada bajo la cabeza y ese movimiento agita los aromas que la cabellera de Mariana dejó hace un par de días. Su melena rizada va soltando su olor de mango biche por donde pasa. Lo mejor es poder gozar de la intermitencia de sus visitas impredecibles y sentir que todas sus sorpresas son siempre agradables. Su abrazo de hiedra juvenil me renueva la sangre con su veneno enamorado. Si tan sólo Mariana conversara un poco más sobre la vida profunda, sobre el oficio de estar vivos, la invitaría a pasar una temporada larga en este refugio de pocas luces y muchos libros.

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