sábado, 29 de noviembre de 2014

Palabras Como Navajas.




Día de bofetadas. Asomo mi cara por la ventana y recibo la turbulencia de la gente. Todos vociferan. Cada uno tiene frases filosas y las lanzan a la deriva sin un blanco concreto. A mi me caen varias, hacen tajos en mis ideas. Quedo suspendido entre la nostalgia y el desencanto. Dolorido detrás del esternón y urgido de llorar, de encerrarme lejos, de olvidarme del mundo. Mis ojos no tienen capacidad para producir la sustancia del llanto, no sé que sitio me acogería sin alertarse  por mi aura sombría y mi semblante de tirano, sé que el olvido no existe. 
Corro al diccionario. Allí las palabras me esperan sin pretensiones. Me adueño de varias. Uso sus versiones amables a mi ánimo y armo bitácoras insípidas que pueda digerir sin causar reflujo. Ante todo elaboro versos líquidos que me refresquen el día. Respiro. Salgo. Transcurren fechas agitadas. Fue el hombre quien aceleró el reloj. Llevo mi cuerpo por calles atestadas de gente. Miro sus rostros, todo en ellos me asegura que somos semejantes. Su miedo es el mío y mi tristeza la de ellos. Reímos como marionetas.
Nuestra incomprensión de la vida es idéntica, osada, perfecta.


martes, 18 de noviembre de 2014

Carta Inútil.



Supongo que estos diminutos actos del día a día que tú no ves en mi pueden corresponder a movimientos similares que realizas en tu vida y yo tampoco veo, aunque en ocasiones invierta algunos momentos imaginando cómo son. Me refiero a esta rutina libre de las mañanas de domingo cuando me levanto muy temprano, hago café, sintonizo música clásica y abro la ventana para que entre la luz en la sala.
Saco una butaca y me siento al lado de la palmera que hiciste plantar en el antejardín cuando compramos la casa. Abro la puerta para que Mrs. Dalloway salga a corretear entre los arbustos ornamentales del vecindario (nunca va más allá de la esquina), y meta su nariz en cuanto objeto encuentre a su paso. Su conocimiento del mundo e olfativo.
En su cuarto de arriba duerme nuestro primogénito adolescente abrazado a su celular. Largo, de manos enormes, sabio en detalles de la vida que para mí aún son invisibles. También duerme mi madre en el cuarto de los libros, con su mente extraviada en un laberinto de recuerdos construido patas arriba. Y claro, mi mujer olorosa anoche compartida, abullonada y tibia, ilusionada con una vida distinta lejos de mi pero con la vaga idea del retorno.
Sentado, la taza de café entre las raíces de la palmera, abro “La vida de la mujeres” de Alice Munro y leo. La mañana aún está gris y casi silenciosa. Se escuchan los gallos de la finca de al lado y uno que otro ladrido aislado. Pienso que duermes, con el rostro muy quieto y esa penumbra espesa que difumina los bordes de tu cara. Ya no te amo. Pero la nostalgia con que me habitas no deja de salir a flote en los momentos en que la vida me enseña mi lugar en el mundo o estoy en Poetic Mode tratando de narrar ese fluir sencillo del tiempo que con toda precisión nos pone donde corresponde.
Este oficio de las palabras exige sentir las ideas, depurar los actos. Con el paso de los años me acerco a la quietud pero aún no aprendo el silencio. Sigo pecando, mi imperfección no afloja, la torpeza no da tregua. Nada he ganado.