Yo tenía una mujer buena. Pero un día
se marchó porque quería conocer el mundo. Le empaqué la maleta, le hice un
fiambre para el camino y le di un beso en la frente. Mientras se alejaba la
miraba desde el zaguán y le ondeaba una mano.
Los días sucesivos fueron grises.
Lentos y silenciosos. Me sentía extraño.
Empiezo a creer que amar desgasta. A mí
mujer la gastó el espacio reducido de mi vida. Mis días blandos y sin
tropiezos. No éramos felices ni sufríamos, no ocurría nada espléndido entre el
alba y el ocaso. Yo trabajaba en la oficina, ella cuidaba la casa. Al juntarnos
contábamos lo vivido como leyendo un reporte en un salón vacío que no hace eco.
Yo no pensaba en nada, pero mi mujer siempre tenía sueños fantásticos, de
viajes y lugares lejanos. Le regalé un libro de fotografía con las 100 ciudades
más hermosas del mundo. Por allí se fue. Se volvió adicta a los hoteles. Cada
fin de semana me llevaba a pernoctar en uno distinto hasta que se acabaron.
Empezamos a ir a ciudades cercanas que no eran muchas. Pronto nos quedamos sin
itinerario. Entonces ella empezó a soñar con Lisboa. Consiguió empleo en una
fábrica de jabones y al cabo de seis meses ya tenía pasaporte.
Hoy me envía postales de pueblos
medievales que se notan un tanto fríos como mi ciudad de estos días.
Yo no siento mucha tristeza, aunque
añoro su voz. Hablo solo en casa, digo mis reportes del día a la habitación
vacía. Al principio estaba seguro de que mi mujer volvería para la navidad,
pero creo que lo mejor es no hacer planes.
La última postal llegó desde el lejano oriente y hablaba de
estar aprendiendo el idioma. Yo calculo que dominar esa jerigonza milenaria le
tomará al menos una década.