Se
oscurece la tarde. Es poco usual que una tarde de agosto se decida por el gris
como atuendo para un domingo de rituales solitarios. Ya viene la lluvia. El
viento toma la delantera para advertir que por la ventana ya no verás los
árboles con la nitidez del verano sino a través de una cortina líquida y opaca
que hace juego con tu gesto de bohemio rancio. Vino. Anteojos. Música del viejo
mundo rejuvenecida con efectos de vanguardia superficial. Los colores del
trópico sufren la dictadura del otoño. Prendes la lámpara de la mesa de trabajo
para poder ver tus manos mientras desbaratas y rearmas, sin suerte, tus viejos
poemas de puertos que nunca has visitado. Te gustaría estar junto al mar para
oír el agua golpeando al agua.
Esta bitácora es una versión más del murmullo actual de los desolados. Lo sabes, eres miembro honorífico de la soledad. Nada importa, nada es real. Todo es pasajero. Los giros del tiempo son la certeza de que hay algo infinito que no le pertenece al hombre. Mañana el sol dirá que su imperio es eterno y te verás obligado a fingir un rostro juvenil de mancebo oriundo de la primavera cuando es evidente que eres un tipo aletargado por el peso de tus noches insípidas. Tu cuerpo empieza a lucir arqueado. En las líneas del entrecejo, las comisuras y los pliegues en el rabillo del ojo se nota que eres un cavernícola, pero sobretodo en tus pasos indecisos, en tu balbuceo. Imaginas el gesto de tu cara, mezcla de confusión e impotencia acentuada por las sombras prematuras y sonríes, te permites el sarcasmo con tu filosofía de medio pelo, ya conoces el abismo que te corresponde.
Persigues el espejismo de una mujer desnuda con la esperanza de que voltee y te invite a su vida pero te ves obligado a desviarte hacia el callejón que te lleva de regreso a tu hábitat de silencio pues, en su forma de ir, descubres que ella ya tiene un norte fijo donde la espera un amor de mejor diseño que el tuyo, un hombre de su talla. Tú eres sólo un monigote.