Ático
y aljibe, antojo vaporoso,
presencia
sibilante.
Esta
mujer es oriunda de un barrio colonial
y
los días de invierno le dan la facultad de levitar.
Canta
baladas de los 60’s
y
aunque lo intenta,
no
alcanza a ser la nueva dama
sentada
cerca al fuego de mis rutinas vacías.
Habita
cerca a mi resuello,
tiene
miedo de ahogarse en el olvido.
Su
claridad espectral me atemoriza,
con
gestos incoloros
me
pide cambio de receta
para
hacer los huevos al desayuno,
más
mazorca y menos cebolla;
pide
cambio de música,
más
tango y menos trova;
cambio
de ropa,
adiós
a los bluyines;
de
loción, olvídate del pachulí.
Me
pide que abandone el orden exacto
de
la rosa cromática de mis amores.
Ella funda mi religión
y me alimenta con alpiste.
Sus manos son de arcilla blanca
y al posarlas sobre mi pecho
me
cambia el corazón de lado.
Su
rostro, inconfundiblemente egipcio,
me
llena la piel con aromas del desierto,
me
narra la lluvia, me viste de aire.
Cada
que llega el sol
se
va al patio trasero
a
tirarse en la hamaca del palo de mango
a
suspirar hasta evaporarse.
Cuando
me siente volátil o clandestino
se
hace la intransigente,
sus sollozos hacen coro
con el dictado de mis delirios
y dejan un atavío de cruces
sembrado en toda la casa.
Al llegar la noche
apaga su sonsonete gangoso
y vuelve al lecho sigilosa
a resguardarse entre mi abrazo.