Madre siempre decía que yo era su hijo preferido y
sólo pensándolo con mucha intensidad pude entender a qué se refería. Mi hermano
mayor siempre recibió las atenciones y los piropos, los perdones y la
alcahuetería. Podía dilapidar el dinero del mercado en una noche de rumba y
ella empeñaba algún electrodoméstico para solventar el embrollo. Nunca terminó
el colegio y jamás tuvo un trabajo ni decente ni ilegal que le aportara dinero
y orden. Pero yo era el preferido. A mi me asestaba las bofetadas para que hiciera
el oficio casero más de prisa. Yo el encargado de vender puerta a puerta en el
barrio las empanadas de cambray que ella hacía a diario. Padre nunca existió.
Mi hermano y yo somos producto del verbo de un billarista que fue borrado por
la nocturna. Madre nunca aprendió a llorar, tampoco a pelear. Nunca me dijo una
mala frase, manos aún me pegó un grito. Recuerdo su mirada, dura como el
concreto, opaca y seca. Nunca pude anticipar sus manotazos veloces. Los
destellos de su ira eran enceguecedores. Ella ciega de ira, yo de miedo.
Después de atropellado me ponía hielo en los golpes, me cargaba en su regazo y
me arrullaba en la silla mecedora hasta que me dormía. A los pocos días, otra
dosis igual de cariño. A mi hermano le agradezco que nunca se burlara de mi
suerte. En su mirada entendí que si hubiese podido salvarme lo habría hecho.
Finalmente se fue, no tanto por huir de madre o no verme mallugado a golpes,
como por no ser capaz de aguantar su impotencia, su cobardía. A madre le debo
mi temple. Mi cuerpo se volvió duro y mi corazón perdió toda sensibilidad. Mi
mente intercambió lo bueno por lo malo y ya nunca sentí culpa por nada ni pesar
por nadie. El silencio fue mi voz, el sigilo mi manera de andar. No aprendí a
tener algún sentimiento. Madre jamás me compró un juguete y si yo fabricaba
alguno con palos y tapas de gaseosa, lo destruía a zapatazos. Nunca salí a la
calle a estar con amigos. Cero mascotas. La adolescencia me recibió fibroso y
mecánico, sin gestos ni lenguaje. Todo lo recibido de manos de mi madre me
convirtió en el hombre de sangre fría que hoy es capaz de descuartizar cuerpos
sin sentir ningún escrúpulo. Soy hábil con el cuchillo. Hago desmembramientos
perfectos, respeto tendones y junturas, separo el músculo del hueso con toda
pulcritud. Nada desperdicio. Mi jefe ha halagado esta destreza desde el primer
día en que empecé a trabajar en la carnicería.