martes, 28 de agosto de 2012

¿Dónde se hospedan los recuerdos?


En el corazón (músculo que bombea sangre)
En el cerebro (órgano de conexiones eléctricas)
En el estómago (bolsa procesadora de alimentos)
En la espalda (soporte donde cargo la cruz)


Mis recuerdos de ti están en mis ojos,
en mi boca, en mis manos, en mis versos...



miércoles, 22 de agosto de 2012

Amalgama.


Mariana estaba absorta. Tenía los ojos puestos sobre el pocillo de café a medio acabar pero no lo estaba mirando. Su pensamiento andaba recogiendo pedazos de recuerdos y mezclándolos  en una sola secuencia. Sabía que Agustín era el hombre que amaba pero también tenía la certeza de que no era el hombre con quien quería compartir su esencia interior. Sonrío cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de pensar. Esencia interior. Nada podría ser más ridículo. Tomó un sorbo frío. Entonces sí miró el pocillo. Se dio cuenta de que había heredado la costumbre de tomar café negro de sus salidas con Agustín. Pero ahora estaba en otra ciudad, en otro tiempo. Atrás quedaban las tardes llenas de brisa y luz en la terraza de la Librería Olvido. Se fueron las conversaciones sobre el temple que hay que tener para aguantar los días y sobre la búsqueda de la palabra exacta para exponer cada idea, temas ineludibles con Agustín. Hoy estaba sola, en un cafetín oscuro y maloliente. En lugar de brisa había llovizna y a cambio de atardecer que se va, ocurre una mañana que recrudece. No tiene frío, mira el reloj y calcula que Octavio está por llegar. Siempre fue cumplido. Mariana se percata de una ansiedad diminuta que se espesa dentro y corre el riesgo de empezar a crecer. Esto ya lo he hecho antes, se dice como para invocar la calma. Octavio fue su amante de muchos años y aunque hacía tiempo no se veían ni hablaban, al reconocer su voz en el teléfono la noche anterior él había reaccionado con alegría, para ser más exactos, con entusiasmo. Estoy aquí, le anunció en un tono de invitación y él respondió, cuándo nos vemos.

Mariana no quiere explicarse donde se amarra su vida con Octavio. Sabe que hay lazos invisibles que reconoce en la facilidad con que se enganchan en charlas sueltas y encuentros sin tiempo. Lo del tiempo lo ha pensado con nitidez. Los años no pasan entre ellos, para ser precisos, no acumulan peso. Son livianas las horas que pasan juntos. Cualquier cuarto de hotel le parece bien. El pacto se mantiene innombrado y por lo tanto no corre riesgos. Se encuentran a mitad de la mañana, a eso de las diez y media en el Café Monserrat, en una de las mesas centrales que permiten mirar la calle que baja hacia la zona del comercio, se toman una bebida de chocolate con galletas y salen. Un taxi los lleva a cualquier hotel del norte, uno de esos de encuentros cortos.

Mariana sabe que con Agustín tiene que ser otra. Una que no genere sorpresas. La mujer que es puerto seguro. Por eso partió a este viaje de dos semanas sin despedirse. Está segura que Agustín sobrevivirá con su ausencia. Acaso sufrirá un periodo de ensimismamiento que supone tampoco será muy largo. Él está diseñado para ser taciturno o funcionar como una máquina casi irrompible. Se sorprende de amarlo. Aquella precisión en sus movimientos que al principio le resultó tan embriagadora, hoy la percibe como un cálculo cerrado que la incrusta en una rutina sin elasticidad. Junto a Agustín el día está fraccionado en cajones, se avanza a saltos de rayuela, oficina, apartamento, supermercado, restaurante, cama, librería. Todo tiene un encanto medido que se repite sin cambio. La embriaguez se tornó insípida. No era que Octavio fuera distinto. Con él también todo ocurre de manera programada, pero los bordes de cada movimiento son tan borrosos que causan la sensación de que se está improvisando la vida aunque en el fondo se sepa que todo corresponde a una repetición conocida.

Sabía que había propiciado este encuentro con Octavio para que fuera el último. Un fin de semana para cerrar otra puerta. Volvería donde Agustín a cancelar esa promesa de honestidad, no dicha en voz alta pero sustentada en la tácita necesidad de no dejar cabos sueltos.

Mientras esperaba y mezclaba recuerdos de ambos hombres, Mariana llegaba por fin a la certeza de haber identificado con exactitud el tipo de amor que no buscaba.

 

lunes, 13 de agosto de 2012

Espirales.


Entro ahora en mi mismo
con el compromiso de rehacerme por dentro.
No hay pausa,
no sé cómo inventar la pausa.
Mi voz redacta las horas
con una melodía de lluvia.
Las imágenes dan forma
a mi teoría sobre el hacer la vida.
El cansancio es un ardor
que me zumba sobre la espalda.

Mi pequeña mujer será dínamo
de un amanecer lleno de edificios.

En esta nueva tarea
no he de volver sobre mis sílabas.

Sólo ahora veo que cada hombre
es una dimensión hecha
por objetos que lo delimitan.

Mis cuerdas vocales
nunca aprendieron a vibrar
en forma de canto,
todo grito me quedó mal fabricado.

martes, 7 de agosto de 2012

Primer Párrafo...



Nací en la ciudad y este hecho colgó sobre mi mirada ese matiz de indiferencia con que los citadinos somos moldeados sin notarlo. Crecí metido entre avenidas de tráfico acelerado y edificios formando un laberinto de cuadrícula sencilla. Paisajes quebradizos se extendían en rayas trazadas con concreto y metal. Los ruidos de la naturaleza se reducían al golpeteo de los aguaceros sobre los tejados, ladridos de perro y algún gallo lejano que siempre cantaba a destiempo y era maldecido por el vecindario en pleno. Típica estampa de los barrios populares de la periferia. Allí tuvimos la suerte de estar cerca a los últimos plantíos de millo donde íbamos a recoger huevos de codorniz o a pescar tilapias en un río flaco, nada arisco, aún no contaminado irremediablemente.
Con el final de mi adolescencia también se acabó mi contacto con la naturaleza. No niego que hoy me percato de la existencia de parques, zonas verdes y arborización urbana con sus jardines bien diseñados que hay en los sitios donde la municipalidad decide hacer presencia. Pero no tengo ningún contacto con estos espacios. Tan sólo los percibo como puntos de referencia para las rutas de buses o la ubicación de los barrios. Es como si estos árboles no fueran ejemplares de la naturaleza.

Siendo ya adulto, el campo se convirtió en un sitio oloroso a yerba donde íbamos en pequeñas hordas de amigos a sentirnos bohemios y melancólicos sin que esa variación en la rutina tuviera alguna conexión profunda con la vida o el planeta. Habíamos asimilado la costumbre burguesa de ir a la finca el fin de semana llevando los embelecos requeridos para gozar en el campo de los rituales ejercitados en la ciudad. Éramos entes repitiendo lo que el medio y la época imponían como un reflejo de su esencia mundana. No teníamos conciencia ecológica y ni siquiera urbana. Tal era la poca profundidad con que ciertos temas de la vida habían logrado calar en mi mente. Ver más allá de mis narices no era una opción considerada con seriedad. Durante años fui víctima de un hedonismo inoficioso que sólo vino a ser aminorado por el llamado de los libros.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Escalera

Estas bitácoras suceden de manera escalonada, tal como avanzan mis días. El primer peldaño es la mañana. Entro en ella hecho un gusano que se desenrosca. Mis primeros pasos se mueven de memoria, sólo tomo conciencia de quien soy al salir a la calle. Allí nunca puedo ser incauto pues mi barrio está marcado con una cruz roja en la agenda de los malandros. Para mi fortuna el frío del amanecer, alcahueta y omnipotente, completa mi retorno a la vida en el instante en que me atraviesa el pellejo con sus agujas heladas.
Otro escalón del día va en bus hasta mi albergue laboral. En la oficina, entre ajetreos de la rutina doy paso a ese hombre que triunfa sobre la parsimonia de tareas siempre iguales, y acicalado de reflexiones y saberes de maestro orientados a sentir que es posible gozar del otoño mientras llega la primavera, logro ser jocoso y cabal.
Al medio día engullo mis alimentos con el sosiego de un jubilado alegre, y si el trópico ha tenido la compasión de programar un cielo soleado con pocos vatios y algunas nubes hacen sombra sobre la avenida, aventuro un paseo corto hasta la Librería Olvido por un café negro mientras ojeo una vieja revista de farándula.
El siguiente tramo de las gradas de mi jornada cruza la tarde entre cabeceadas frente al papeleo de turno que entra crudo por una esquina del escritorio, y si he estado hacendoso, sale cocido por el extremo opuesto. A mitad de este recorrido de cuatro horas se atraviesa un pocillo de té de durazno, espesado con leche en polvo, cargado de azúcar y secundado por galleticas de avena con maní. De fondo siempre pongo a susurrar un viejo álbum de música instrumental brasilera.
Hacia las seis de la tarde llego al tope de mi escalera de Jacobo, atolondrado y silente, listo para que salga a flote ese otro pensador que dentro de mi se ejercita en atesorar palabras para convertirse en escritor de oficio.
La siguiente escena tiene como ingredientes la brisa olorosa a trigo horneado patrocinada por la panadería de la esquina, un arrebol hecho de rayas y manchones tenues, gente que viene o va según inicie o termine alguno de sus ciclos vitales, docenas de vehículos de la más diversa pelambre, y yo, zombie vegetal, casi flotando al caminar paralelo al río, con rumbo al sur de la ciudad, vuelvo a abordar la ruta que me jala de regreso a mi casa en Mangalú, cima de mi cotidianidad, recinto cálido donde mi mujer se pasea desnuda para regocijo de mis ojos y desquicio de mis manos. Trepo en los aromas de su cuerpo como subiendo por una escalera que me lleva hacia la noche, la perfecta noche atiborrada de besos bajo el picoteo sincopado de la lluvia sobre el techo.
Comprendo que a pesar de tanta zancadilla atravesada por el hombre, el reloj del mundo aún avanza sin alterar su ritmo.
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