Mariana estaba absorta. Tenía los ojos
puestos sobre el pocillo de café a medio acabar pero no lo estaba mirando. Su
pensamiento andaba recogiendo pedazos de recuerdos y mezclándolos en una sola secuencia. Sabía que Agustín era
el hombre que amaba pero también tenía la certeza de que no era el hombre con
quien quería compartir su esencia interior. Sonrío cuando cayó en la cuenta de
lo que acababa de pensar. Esencia interior. Nada podría ser más ridículo. Tomó
un sorbo frío. Entonces sí miró el pocillo. Se dio cuenta de que había heredado
la costumbre de tomar café negro de sus salidas con Agustín. Pero ahora estaba
en otra ciudad, en otro tiempo. Atrás quedaban las tardes llenas de brisa y luz
en la terraza de la Librería Olvido. Se fueron las conversaciones sobre el
temple que hay que tener para aguantar los días y sobre la búsqueda de la
palabra exacta para exponer cada idea, temas ineludibles con Agustín. Hoy estaba
sola, en un cafetín oscuro y maloliente. En lugar de brisa había llovizna y a
cambio de atardecer que se va, ocurre una mañana que recrudece. No tiene frío,
mira el reloj y calcula que Octavio está por llegar. Siempre fue cumplido.
Mariana se percata de una ansiedad diminuta que se espesa dentro y corre el
riesgo de empezar a crecer. Esto ya lo he hecho antes, se dice como para
invocar la calma. Octavio fue su amante de muchos años y aunque hacía tiempo no
se veían ni hablaban, al reconocer su voz en el teléfono la noche anterior él
había reaccionado con alegría, para ser más exactos, con entusiasmo. Estoy
aquí, le anunció en un tono de invitación y él respondió, cuándo nos vemos.
Mariana no quiere explicarse donde se
amarra su vida con Octavio. Sabe que hay lazos invisibles que reconoce en la
facilidad con que se enganchan en charlas sueltas y encuentros sin tiempo. Lo
del tiempo lo ha pensado con nitidez. Los años no pasan entre ellos, para ser
precisos, no acumulan peso. Son livianas las horas que pasan juntos. Cualquier
cuarto de hotel le parece bien. El pacto se mantiene innombrado y por lo tanto
no corre riesgos. Se encuentran a mitad de la mañana, a eso de las diez y media
en el Café Monserrat, en una de las mesas centrales que permiten mirar la calle
que baja hacia la zona del comercio, se toman una bebida de chocolate con
galletas y salen. Un taxi los lleva a cualquier hotel del norte, uno de esos de
encuentros cortos.
Mariana sabe que con Agustín tiene que
ser otra. Una que no genere sorpresas. La mujer que es puerto seguro. Por eso
partió a este viaje de dos semanas sin despedirse. Está segura que Agustín
sobrevivirá con su ausencia. Acaso sufrirá un periodo de ensimismamiento que supone
tampoco será muy largo. Él está diseñado para ser taciturno o funcionar como
una máquina casi irrompible. Se sorprende de amarlo. Aquella precisión en sus
movimientos que al principio le resultó tan embriagadora, hoy la percibe como
un cálculo cerrado que la incrusta en una rutina sin elasticidad. Junto a
Agustín el día está fraccionado en cajones, se avanza a saltos de rayuela, oficina,
apartamento, supermercado, restaurante, cama, librería. Todo tiene un encanto
medido que se repite sin cambio. La embriaguez se tornó insípida. No era que
Octavio fuera distinto. Con él también todo ocurre de manera programada, pero
los bordes de cada movimiento son tan borrosos que causan la sensación de que
se está improvisando la vida aunque en el fondo se sepa que todo corresponde a
una repetición conocida.
Sabía que había propiciado este encuentro
con Octavio para que fuera el último. Un fin de semana para cerrar otra puerta.
Volvería donde Agustín a cancelar esa promesa de honestidad, no dicha en voz
alta pero sustentada en la tácita necesidad de no dejar cabos sueltos.
Mientras esperaba y mezclaba recuerdos
de ambos hombres, Mariana llegaba por fin a la certeza de haber identificado con
exactitud el tipo de amor que no buscaba.