Otro escalón del día va en bus hasta mi albergue laboral. En la oficina, entre ajetreos de la rutina doy paso a ese hombre que triunfa sobre la parsimonia de tareas siempre iguales, y acicalado de reflexiones y saberes de maestro orientados a sentir que es posible gozar del otoño mientras llega la primavera, logro ser jocoso y cabal.
Al medio día engullo mis alimentos con el sosiego de un jubilado alegre, y si el trópico ha tenido la compasión de programar un cielo soleado con pocos vatios y algunas nubes hacen sombra sobre la avenida, aventuro un paseo corto hasta la Librería Olvido por un café negro mientras ojeo una vieja revista de farándula.
El siguiente tramo de las gradas de mi jornada cruza la tarde entre cabeceadas frente al papeleo de turno que entra crudo por una esquina del escritorio, y si he estado hacendoso, sale cocido por el extremo opuesto. A mitad de este recorrido de cuatro horas se atraviesa un pocillo de té de durazno, espesado con leche en polvo, cargado de azúcar y secundado por galleticas de avena con maní. De fondo siempre pongo a susurrar un viejo álbum de música instrumental brasilera.
Hacia las seis de la tarde llego al tope de mi escalera de Jacobo, atolondrado y silente, listo para que salga a flote ese otro pensador que dentro de mi se ejercita en atesorar palabras para convertirse en escritor de oficio.
La siguiente escena tiene como ingredientes la brisa olorosa a trigo horneado patrocinada por la panadería de la esquina, un arrebol hecho de rayas y manchones tenues, gente que viene o va según inicie o termine alguno de sus ciclos vitales, docenas de vehículos de la más diversa pelambre, y yo, zombie vegetal, casi flotando al caminar paralelo al río, con rumbo al sur de la ciudad, vuelvo a abordar la ruta que me jala de regreso a mi casa en Mangalú, cima de mi cotidianidad, recinto cálido donde mi mujer se pasea desnuda para regocijo de mis ojos y desquicio de mis manos. Trepo en los aromas de su cuerpo como subiendo por una escalera que me lleva hacia la noche, la perfecta noche atiborrada de besos bajo el picoteo sincopado de la lluvia sobre el techo.
Comprendo que a pesar de tanta zancadilla atravesada por el hombre, el reloj del mundo aún avanza sin alterar su ritmo.
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Subir peldaños, descenderlos, entreabrir los ojos y hacer, a pesar del panorama, con cordura y jocosidad, es ser un rostro más. Ascender, bajar y espantar la cotidianeidad, trazando caminos abiertos en las palabras, es tomar la locura como exclusiva dueña de la mente y el ser. Con un cuerpo desnudo que regocija la mirada y desquicia las manos, el otro se vuelve tierno y olvida que fue muchos en las subidas y bajadas. ¿Lleva reloj el mundo...?
ResponderEliminarSiempre me agarra tu mirada, me sorprende y atrapa.
Un deleite leerte.
Siento que me lees desde adentro de mi...
Eliminar¿Cómo es que te llamas?
Descripción de un día febril con final feliz, abrazo Anuar!
ResponderEliminarJA JA Anuar yo elejo una escalera con pocos peldaños, es más fácil de subir y de bajar. Gran relato amigo, una realidad nos guste o no. Cariños.
ResponderEliminarEs un placer siempre
ResponderEliminarLEERTE!!
Tienes "un regalo" en mi casa...
ResponderEliminarEse reloj interno que determinará cuándo parar, que no tiene fecha, sino que sigue de frente, a veces veloz, a veces despacio... esa caída en espiral desde las alturas que nos hace más mundanos. Más reales. Más tristemente predecibles.
ResponderEliminarSaludos.
Que alegria volver a verte en mi blog!!!!!!!!!!
ResponderEliminarTus letras inconfundibles me encanttan!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Un abrazo
Por los escalones de la vida, subimos y bajamos, sin darnos cuenta que la meta es aveces muy alta, pero aun así con perseverancia podemos alcanzar lo anhelado.
ResponderEliminarLindo relato!
Abrazos alados, Anuar!
Few like you make the routine sound fascinating.
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