miércoles, 17 de agosto de 2011
Solos
Esta niña creció en los barrios bajos,
un truhán de finas maneras
la guió por recintos ardorosos
le mostró donde se incuba
el fuego de la piel,
le dejó un apetito insaciable, voraz.
No aprendió la niña
a sentir con el espíritu,
su corazón permanece inmaculado.
Pasa el tiempo,
sabe que hay algo que ignora,
teme un desenlace brutal, llora.
Cuando la veo en silencio, perdida,
comprendo el aullido de su ruego silencioso.
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domingo, 14 de agosto de 2011
Voy...
La cosa no es tan sencilla.
Me encanta mirar las fachadas al final de la tarde los domingos cuando transito por la Avenida Central que atraviesa la ciudad. Hoy viajo culebreando a través de los barrios ancianos. Paso aprisa en el busmetro de ventanales como balcones, como pantallas de cine negro, como un teleférico terrestre.
Entro en la perspectiva de la avenida que va alejando la línea de horizonte a medida que me acerco. Las montañas retroceden, la luz se va. La zona está casi desierta.
Por un buen tramo la avenida imita el trazo del río. Avenida y río, hermanos paralelos de cauces disímiles, agua y concreto, motores y desperdicios, fluir repetitivo de una ciudad que vive mientras muere, que agoniza mientras retoña.
Las altas cornisas de los edificios del centro superan la estatura de mi vista, me exigen mirar por encima del borde que corta el cielo para capturar los manchones rosados con que el sol se despide.
Vivo en una maqueta viva.
En el centro hay tantas iglesias que al mirar los barrios desde una colina, el cielo se ve sembrado de cruces inútiles. Nadie se santigua en estos tiempos.
Prefiero los espacios con poca gente. Es mejor no estar rodeado de tantos ojos que te devuelven imágenes diversas de lo que eres y no quieres ser: un ente sin humildad, un ejemplar de una raza que reproduce en serie defectos milenarios, tan exóticos como nauseabundos, tan ridículos como angelicales.
El hombre se expande en dos direcciones, brutal y sabio, no cesa de sorprenderse a sí mismo, no cesa de traicionarse. Siembra y extermina. Se confunde al explicarse. Sus ciclos de salvación y condena están perfectamente sincronizados, su ritmo es incluso entretenido. Nutre, forja, matiza.
Definitivamente la vida no puede ser explicada sino simplemente descrita, padecida, celebrada.
martes, 9 de agosto de 2011
Poeticuento.
CUARTO DE SAN ALEJO
Una mañana mi mujer me dijo que yo la aburría, que era un mal catre. Llené mi mochila de Scout con ropa y me fui a vivir con mi amigo músico fumador empedernido bebedor de café negro. Ella se echó un colchón al hombro y se fue a buscar amantes, encontró varios a la vuelta de la esquina.
Yo no pude llorar, no pude putear, no pude cantar, no pude escribir.
Pasaron los meses y una tarde apareció mi ex-mujer en mi puerta con una porción de Apple Pie, se la recibí y le dije Good Bye. Llovía sólo para mí. Le di un beso en la mejilla y me fui en un suspiro. El amor es la ausencia que habita en una palabra rota.
En la oficina fui un héroe, el jefe me engordó el cheque. En la noche fui una sombra rígida, dormí en el suelo. Estaba de regreso al cero de donde había salido tras un espejismo de amor. Sólo soy un engendro del ciclo de la vida. Deambulo en un vértigo constante que me repite el dolor y lo acrecienta.
Mis enemigos disfrutan mi caída, mis amigos se alzan de hombros, todas la jovenzuelas dicen que soy rudo y prepotente. La que era mi mujer dice que me está dando una lección de humildad, que mi correctud todo lo corroe.
Yo leo la Biblia sistemáticamente y a José Saramago y escucho Blues y me esculco el corazón por dentro pero no hallo el odio. Quisiera ser un filósofo pero mi talento no alcanza para tanto. No voy a las tabernas, no quiero ver gente. Me embriago en casa sentado en un rincón con la guitarra en la mano sin tocar, fumo con la mente en blanco y el cuerpo fofo. No consulto el Internet, no voy a la biblioteca, olvidé el fútbol. Echado en el piso largas horas miro al cielorraso y las telarañas que lo colman.
El Cuarto de San Alejo es mi patria, madriguera de zancudos. El silencio es mi voz. Estoy impávido.
No miro a las vecinas, no miro a las meseras de la panadería. La ciudad no sabe que me arrastro por sus arterias. Madre reza para que se me seque la herida del corazón. Yo la miro y sonrío y le digo que estoy bien, que no he muerto, pero ella no me cree y llora y reza y otra vez llora.
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Una mañana mi mujer me dijo que yo la aburría, que era un mal catre. Llené mi mochila de Scout con ropa y me fui a vivir con mi amigo músico fumador empedernido bebedor de café negro. Ella se echó un colchón al hombro y se fue a buscar amantes, encontró varios a la vuelta de la esquina.
Yo no pude llorar, no pude putear, no pude cantar, no pude escribir.
Pasaron los meses y una tarde apareció mi ex-mujer en mi puerta con una porción de Apple Pie, se la recibí y le dije Good Bye. Llovía sólo para mí. Le di un beso en la mejilla y me fui en un suspiro. El amor es la ausencia que habita en una palabra rota.
En la oficina fui un héroe, el jefe me engordó el cheque. En la noche fui una sombra rígida, dormí en el suelo. Estaba de regreso al cero de donde había salido tras un espejismo de amor. Sólo soy un engendro del ciclo de la vida. Deambulo en un vértigo constante que me repite el dolor y lo acrecienta.
Mis enemigos disfrutan mi caída, mis amigos se alzan de hombros, todas la jovenzuelas dicen que soy rudo y prepotente. La que era mi mujer dice que me está dando una lección de humildad, que mi correctud todo lo corroe.
Yo leo la Biblia sistemáticamente y a José Saramago y escucho Blues y me esculco el corazón por dentro pero no hallo el odio. Quisiera ser un filósofo pero mi talento no alcanza para tanto. No voy a las tabernas, no quiero ver gente. Me embriago en casa sentado en un rincón con la guitarra en la mano sin tocar, fumo con la mente en blanco y el cuerpo fofo. No consulto el Internet, no voy a la biblioteca, olvidé el fútbol. Echado en el piso largas horas miro al cielorraso y las telarañas que lo colman.
El Cuarto de San Alejo es mi patria, madriguera de zancudos. El silencio es mi voz. Estoy impávido.
No miro a las vecinas, no miro a las meseras de la panadería. La ciudad no sabe que me arrastro por sus arterias. Madre reza para que se me seque la herida del corazón. Yo la miro y sonrío y le digo que estoy bien, que no he muerto, pero ella no me cree y llora y reza y otra vez llora.
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domingo, 7 de agosto de 2011
Último Acto.
Requiem...
Despertar muerto es una contradicción pues los muertos no se despiertan. Debo decir, amanecer muerto o ser hallado muerto al amanecer. No necesariamente al alba, puede ser a la mitad de la mañana para no sonar melodramático. Es decir, cuando alguien, curioso de que yo, madrugador empedernido, no haya dado muestras de vida al promediar las diez, se vea llevado por la curiosidad hasta mi cuarto y al entrar me halle boquiabierto y con los ojos desorbitados, inconfundiblemente rígido y con el rostro más cetrino que de costumbre. Preferiría que mi cadáver fuese descubierto por una mujer pues su enorme capacidad de histrionismo ante la muerte le daría a mi partida el realce protagónico que quiero alcanzar.
Debo aclarar que la intención de visualizar mi muerte no tiene como objetivo hacer sufrir a los que me aman o me extrañarían agudamente durante algún tiempo. Lo que me seduce del evento es la sensación de tristeza que yo mismo sentiría al acudir a mi propio funeral. De alguna manera logro meterme en el pellejo de mis allegados y sentir su congoja, llorar su llanto, desquiciarme como ellos con la incomprensión de porqué partí antes de tiempo. Y es que yo me veo muerto joven. Viejo sería ridículo. La muerte de los ancianos es anhelada con disimulo.
Yo me regocijo sintiendo lo que mis deudos sentirían el verme en el féretro. Lo que más me mueve a imaginar el velorio es poder oír las conversaciones en torno a mis aventuras y excentricidades. Me interesa sobretodo conocer sus versiones sobre mi vida y mi forma de ser. Los testimonios más preciados serían los de las mujeres que dijeron amarme y los de los amigos que toleraban mis arrebatos y estupideces. Todo lo demás me resulta accesorio. Cualquier logro de la vida se vuelve absurdo cuando lo cobija la muerte. El tiempo decolora los recuerdos y muestra que la existencia de los hombres, dentro de la vastedad del universo, es tan diminuta como efímera.
Fin !
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viernes, 5 de agosto de 2011
Acto Segundo.
Requiem...
La idea de perderme en el mar se quedó en mi desde aquel viaje que hice en barco rumbo a la costa sur del país. Viajamos de noche en un barco cargado de madera y víveres, y una tormenta enana nos sorprendió cerca de la madrugada. Los marineros apenas le hicieron caso. Curtidos en remezones, chubascos y oscuridad, se sentaron a tomar ron y a esperar que el mar se calmara. Para mí, profano de las aguas, muñeco citadino, ser hamacado por un mar que me resultaba furioso y voraz, no era un asunto cotidiano menor. La oscura noche, los vientos huracanados, los rugidos de las olas, las tablas crujientes del barco, los chillidos ahogados de las mujeres que viajaban con nosotros, la incertidumbre del desenlace y el rumbo sin asidero, se conjugaban para enrostrarnos la omnipotencia del mar, la fragilidad de la vida, nuestra podrida cobardía.
Ante la evidencia de que los fenómenos de la naturaleza hacen del hombre una marioneta quebradiza, la noche y el mar perdieron todo matiz poético ante mis ojos, y mis ínfulas de aventurero alcanzaron el estatus de ridículas e infantiles que merecían.
Dado a magnificar mis emociones terminé archivando para mis pesadillas, las sensaciones de aquella noche de tumbos marinos. Aquel viaje pasó de ser un paseo de vacaciones, (o la cursi remembranza de leyendas sobre piratas y conquistadores), a un recuerdo amargo y espeso. Esto, sumado a mi aprendizaje tardío de la natación, sembraría un temor constante a morir ahogado. De allí que varias veces me haya visto flotando muerto en medio de una piscina abandonada, llena de hojarasca semi descompuesta y de aguas verdes, lamosas.
Continuará...
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La idea de perderme en el mar se quedó en mi desde aquel viaje que hice en barco rumbo a la costa sur del país. Viajamos de noche en un barco cargado de madera y víveres, y una tormenta enana nos sorprendió cerca de la madrugada. Los marineros apenas le hicieron caso. Curtidos en remezones, chubascos y oscuridad, se sentaron a tomar ron y a esperar que el mar se calmara. Para mí, profano de las aguas, muñeco citadino, ser hamacado por un mar que me resultaba furioso y voraz, no era un asunto cotidiano menor. La oscura noche, los vientos huracanados, los rugidos de las olas, las tablas crujientes del barco, los chillidos ahogados de las mujeres que viajaban con nosotros, la incertidumbre del desenlace y el rumbo sin asidero, se conjugaban para enrostrarnos la omnipotencia del mar, la fragilidad de la vida, nuestra podrida cobardía.
Ante la evidencia de que los fenómenos de la naturaleza hacen del hombre una marioneta quebradiza, la noche y el mar perdieron todo matiz poético ante mis ojos, y mis ínfulas de aventurero alcanzaron el estatus de ridículas e infantiles que merecían.
Dado a magnificar mis emociones terminé archivando para mis pesadillas, las sensaciones de aquella noche de tumbos marinos. Aquel viaje pasó de ser un paseo de vacaciones, (o la cursi remembranza de leyendas sobre piratas y conquistadores), a un recuerdo amargo y espeso. Esto, sumado a mi aprendizaje tardío de la natación, sembraría un temor constante a morir ahogado. De allí que varias veces me haya visto flotando muerto en medio de una piscina abandonada, llena de hojarasca semi descompuesta y de aguas verdes, lamosas.
Continuará...
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jueves, 4 de agosto de 2011
Requiem En Tres Actos.
Primero
He delirado mi muerte de varias maneras. Destripado por un carro grande tal como le sucedió a mi padre, perdido en medio del mar o simplemente amanecer muerto sin explicación alguna.
Cada una de estas muertes tiene su razón de ser. Nunca vi a mi padre en sus últimos momentos mientras agonizaba. Ese privilegio visual sólo lo tuvieron mi madre y mi hermano. Yo estaba de viaje y justo alcancé a llegar al final del velorio, así que la única imagen que retuve de mi padre muerto fue la de un rostro dormido dentro del cofre. Las narraciones del accidente que se llevó al viejo me proporcionaron intensas pesadillas que incluso aún me visitan. Sé que el bus que lo molió, además de hacer papilla sus órganos vitales, le fracturó la cadera y el fémur izquierdo. Por lo tanto, en los sueños aparece cojeando y apoyado en un bastón. Creo que no debí decir pesadillas pues el viejo acude a mis sueños cuando atravieso alguna encrucijada en mi vida y sus palabras me orientan por donde seguir. A pesar de su aspecto ensangrentado y maltrecho su presencia es calmada y su verbo exacto.
Continuará...
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He delirado mi muerte de varias maneras. Destripado por un carro grande tal como le sucedió a mi padre, perdido en medio del mar o simplemente amanecer muerto sin explicación alguna.
Cada una de estas muertes tiene su razón de ser. Nunca vi a mi padre en sus últimos momentos mientras agonizaba. Ese privilegio visual sólo lo tuvieron mi madre y mi hermano. Yo estaba de viaje y justo alcancé a llegar al final del velorio, así que la única imagen que retuve de mi padre muerto fue la de un rostro dormido dentro del cofre. Las narraciones del accidente que se llevó al viejo me proporcionaron intensas pesadillas que incluso aún me visitan. Sé que el bus que lo molió, además de hacer papilla sus órganos vitales, le fracturó la cadera y el fémur izquierdo. Por lo tanto, en los sueños aparece cojeando y apoyado en un bastón. Creo que no debí decir pesadillas pues el viejo acude a mis sueños cuando atravieso alguna encrucijada en mi vida y sus palabras me orientan por donde seguir. A pesar de su aspecto ensangrentado y maltrecho su presencia es calmada y su verbo exacto.
Continuará...
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lunes, 1 de agosto de 2011
Mariana 1
Mi mujer tiene las caderas anchas.
Cuando la tarde abandona el horizonte
se sienta en mi regazo a acompañar mi silencio.
Yo pongo mis manos en sus senos pequeños
y me quedo pensando si el tiempo que nos une
es aliado o enemigo.
Su cabeza descansa en mi hombro,
mis manos van por su cuerpo
palpando el asombro, invocando el fuego.
Mi mujer huele a lluvia de verano.
Su boca tiene un diseño inusual
y sus manos son aves saliendo de una jaula.
Lo mejor es su voz
suelta como el viento, tibia como un arrullo.
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Cuando la tarde abandona el horizonte
se sienta en mi regazo a acompañar mi silencio.
Yo pongo mis manos en sus senos pequeños
y me quedo pensando si el tiempo que nos une
es aliado o enemigo.
Su cabeza descansa en mi hombro,
mis manos van por su cuerpo
palpando el asombro, invocando el fuego.
Mi mujer huele a lluvia de verano.
Su boca tiene un diseño inusual
y sus manos son aves saliendo de una jaula.
Lo mejor es su voz
suelta como el viento, tibia como un arrullo.
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