A Quien Pueda Interesar:
Hace poco tiempo, coincidencialmente, varias personas muy cercanas a mí, un par de amigos del trabajo, tres amigos de la vida, es decir del alma; tres amigas del corazón que viven en otras ciudades en Méjico, Brasil y USA, y mi hijo mayor Esteban de 12 años, me pidieron que les enseñara a escribir. Al escuchar su pedido sentí varias emociones mezcladas: gratitud, pánico, y tristeza. Gratitud de sentir que mis textos son valorados por gente que quiero y me quiere, pánico de asumir una tarea que en últimas no sé a ciencia cierta cómo se ejecuta bien, y tristeza por descubrir lo duro y solitario que es este oficio.
La experiencia de este blog me ha confundido en varias ocasiones. Hoy tengo casi 200 seguidores y a veces recibo sólo 4 comentarios en un poeticuento que he parido con esfuerzo y publicado con cariño. Creo merecer esa ausencia de visitas pues yo mismo no visito a muchos tampoco. Entonces vuelvo a recogerme y a escribir con el rigor de un artesano que ha descubierto que pulir su obra hasta quedar satisfecho es su verdadera y única labor. Luego salgo y reparto copias impresas de mis escritos recientes a mis cercanos y sus comentarios hablados, sus abrazos de piel, me muestran otros caminos por donde seguir y me recargan el corazón de buena vibra.
Esa misma fuerza hermosa la he sentido con varias personas de los blogs. Sé que están ahí y aprecian mi literatura. Con algunas hemos conversado sobre el oficio de escribir.
Y en ocasiones me siento acompañado por la presencia de los bloggeros y su palabras me causan regocijo. Quizás mi propia exigencia de calidad en la escritura (que me hace esperar más comentarios enfocados en el objetivo de mejorar como escritor) sea también la causante de que me desilusione al descubrir que para muchos la escritura es simplemente una forma de acompañar su soledad, mostrar sus volteretas existenciales o divertirse. Todo muy válido, por supuesto, pues precisamente la existencia que poseemos es la materia prima de lo que escribimos. Ahora bien, lo que yo quiero decir es que para mi el oficio de escribir va mucho más allá de la simple publicación, para mi es esencial repensar lo experimentado para afinar lo que somos y en últimas evolucionar para ser mejores. Lo sé, eso puede sonar pretencioso pero estoy convencido que esa es precisamente nuestra tarea en esta vida: Ser Mejores.
Creo que al afinar nuestros actos cotidianos afinamos también nuestra escritura.
Para todos a quienes acabo de mencionar he preparado una serie 4 de entradas que empezaré a publicar pronto con el título de "Taller Literario Personal", en las que muestro el proceso de construcción de un Poeticuento. Espero de todo corazón que este ejercicio pueda aportarles algo de luz en su forma de caminar por las letras en busca de hacerse mejores seres humanos, mejores para la vida, mejores para el amor.
Es mi manera de decirles gracias.
Espero que podamos hacer de este experimento una conversación gigantesca, rica, duradera.
anuar bolaños.
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domingo, 29 de mayo de 2011
martes, 24 de mayo de 2011
Texto Libre...
Escribir estas bitácoras es más sencillo de lo que puede parecer. Sólo es imperativo encontrar el sitio donde funciono como una antena receptora de fuerzas combinadas que dan origen a una narración que simplemente sucede porque sí. No es la narración buscada o esperada, ni siquiera la que se necesita. Es la que se da, y punto.
Pero ese sitio de poder no puede ser cualquiera. Tampoco puedo precisar un estereotipo de lugar, no es una elección racional. Es sensorial. Yo camino, voy hacia donde las sensaciones me jalan. El deseo de encontrar un espacio de dominio no es constante, sucede por impulsos irregulares que me resultan inasibles. Hay múltiples elementos que se combinan entre sí a medida que se presentan, y su presencia es voluntaria, irreverente, llegan sin preaviso, sin que haya un patrón que pueda explicarlos ni anunciarlos. Un conjunto de fuerzas, no inmediatamente reconocible, me asiste. Quizás haya algo en mi que lo invoca pero no puedo precisar qué es. Es posible que sea la veta existencial que me atraviesa el pecho o los delirios vitalicios que se hospedan en mi cabeza o mi manía irreductible de almacenar sucesos cotidianos como postales de otoño.
Yo sólo me doy cuenta de estos elementos cuando ya están sobre mí y me han invadido completamente. No sabría precisar si vienen de adentro o de afuera, más bien llegan de todas partes al mimo tiempo. Tan sólo se presentan, se dan, se expanden hasta lograr su objetivo, hasta colmar mi mente con la sensación que me pone a escribir, a narrar historias que se condensan en mi cabeza, visiones de vida que vienen de muchos lugares y momentos, y quieren ir a todos lados, regresar llevando la versión mundana que yo he elaborado, dejar al desnudo, y sobre la tarima solitaria, mi sucia vanidad de ermitaño urbano, mostrar el talante de mi literatura insípida, sin aditivos, magra, biodegradable.
anuar bolaños.
Pero ese sitio de poder no puede ser cualquiera. Tampoco puedo precisar un estereotipo de lugar, no es una elección racional. Es sensorial. Yo camino, voy hacia donde las sensaciones me jalan. El deseo de encontrar un espacio de dominio no es constante, sucede por impulsos irregulares que me resultan inasibles. Hay múltiples elementos que se combinan entre sí a medida que se presentan, y su presencia es voluntaria, irreverente, llegan sin preaviso, sin que haya un patrón que pueda explicarlos ni anunciarlos. Un conjunto de fuerzas, no inmediatamente reconocible, me asiste. Quizás haya algo en mi que lo invoca pero no puedo precisar qué es. Es posible que sea la veta existencial que me atraviesa el pecho o los delirios vitalicios que se hospedan en mi cabeza o mi manía irreductible de almacenar sucesos cotidianos como postales de otoño.
Yo sólo me doy cuenta de estos elementos cuando ya están sobre mí y me han invadido completamente. No sabría precisar si vienen de adentro o de afuera, más bien llegan de todas partes al mimo tiempo. Tan sólo se presentan, se dan, se expanden hasta lograr su objetivo, hasta colmar mi mente con la sensación que me pone a escribir, a narrar historias que se condensan en mi cabeza, visiones de vida que vienen de muchos lugares y momentos, y quieren ir a todos lados, regresar llevando la versión mundana que yo he elaborado, dejar al desnudo, y sobre la tarima solitaria, mi sucia vanidad de ermitaño urbano, mostrar el talante de mi literatura insípida, sin aditivos, magra, biodegradable.
anuar bolaños.
sábado, 21 de mayo de 2011
Poeticuento.
Cotidiana 5.
La lluvia tiene múltiples efectos en un aprendiz de escribano. Pueden ir desde susurrarle versos con el sonsonete quedo de su gotear sobre el tejado hasta sacudidas existenciales si viene acompañado de truenos y relámpagos. Cuando el desfile de aguas se prolonga, y lo que en un principio parecía una tela de agua cayendo holgada, se arrumaza hasta formar un océano de sustancia indomable que entorpece el rodar de la vida, la poesía se va al traste. En su lugar acude una trascendentalidad húmeda y aturdida que no retoña las palabras que cuajarían un párrafo decente.
Ahí es cuando toca echar mano a las sensaciones atiborradas en la alacena del recuerdo. Siempre es bueno agarrar primero aquellas lloviznas ocurridas en el desvanecimiento de la tarde cuando la luz aún no ha concluido su lenta despedida y quedan en el cielo, además de los grumos de nubes grises que se desgranarán en numerosas gotas, varios manchones rojo salmón, amarillo mostaza, verde eléctrico, azul plomo, rosado lila, y blanco sucio; que aunque duran escasos instantes, dejan en la mirada y la memoria la impronta de un paraíso lejano cálido y seco que siempre se anhela alcanzar. Sobre esa paleta multicolor que se difumina (si se tiene la velocidad de un juglar avezado) quizás se pueda levantar un verso o una estrofa digna de recordación.
Otro recuerdo invernal útil puede ser el de un chaparrón de mediano volumen ocurrido casi a la madrugada cuando aún dormido la intensidad del picoteo sobre el tejado te lleva a abrazar a la mujer que te acompaña, y ovillados en una suerte de repentinos siameses, hacer de la tibieza que los anida, la continuidad del sueño placentero.
Hoy, lejos de las avalanchas en donde zozobran miles de colombianos que la imágenes del noticiero vuelve nítidos con sus gestos de dignidad y desolación, yo abro la ventana para que entre el vendaval y me asalte con su rabia, para que en mi rostro mojado se confundan lluvia y llanto, para que se me graben en la memoria estos días de intemperie líquida, de fango acumulado, de tragedia.
Las tormentas reales me recuerdan a las vistas en películas que siempre son superadas por los héroes. Pero esa maña de huir hacia la fantasía hoy ha resultado nada efectiva. El frío de la noche ha calado en mi garganta. Mi voz ocurre gélida y sorda. Descubro que soy un hombre cómodo, inútil, que ha hecho de las letras una guarida desde la cual ver el mundo sin atollarse de sus miserias.
Había pensado terminar esta bitácora como de costumbre, haciendo referencia a mi mujer de caderas anchas, greñas de Dulcinea del Toboso, mirada de espía criolla y sonrisa de niña. Quería dedicar varias líneas festivas a las veces en que juntos somos lluvia, viento, atardecer mentolado, aurora aletargada, lecho esponjoso, merienda casera. Pero sólo logro quedarme en silencio pensando en ella, en su abrazo que me pone sobre tierra firme, deseando que esté bien abrigada y que el invierno no le haya anegado el ánimo como a mí.
anuar bolaños.
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miércoles, 18 de mayo de 2011
Cotidiana 4.
Poeticuento.
La sensación parece incontrolable, de hecho creo que lo es. Me despierto muy temprano, sacudido por el frío de este invierno que se ha desbordado por encima de cualquier capacidad de buceo. Abro la ventana, masoquista recibo el viento frío que viene de los farallones, los gallos tercos de la finca de enseguida se empeñan en anunciar un sol que no aparecerá.
Busco un abrigo pero no me lo pongo, enciendo la lámpara encima de la mesa de los libros, tengo textos por leer pero ni siquiera los miro. Prendo la radio para dejar que su ruido musical invada la casa. Estoy obnubilado con todas las sensaciones que me produce mi rutina de soledad y quietud. Miro mis manos largo rato, son demasiado blancas, veo las venas azules y los nudillos colorados, la piel está reseca, recuerdo la crema de manos que está en el tope del estante del baño, olor a macadamia.
Quisiera tener las palabras que desvanezcan esta sensación preludio de un sonsonete sostenido que me mantendrá engarrotado por horas, me descubriré deambulando por toda la casa arrastrando un pensamiento que anhela ser el preámbulo de alguna idea explosiva pero simplemente se desgasta en redundancias planas, inoficiosas.
Un pensador agudo tendría la habilidad para sacar una premisa filosófica de esta sensación de inexistencia. Yo me quedo hilando conjeturas que en lugar de desenredar los hechos que me aturden, les añaden versiones improbables, recovecos donde no se puede elaborar un desenlace práctico. Me ha sido imposible aceptar que no puedo cambiar el pasado, y mi forma de recordarlo es bastante torpe, densa. Me atemoriza la falta de lucidez de estas ideas. Ser consciente del deterioro de mi mente me hace pensar en el tiempo perdido. Ya debería haber franqueado el umbral de esta guarida inservible y estar marchando sobre la ruta que me llevaría a un hábitat menos desencantado. Me refiero a mi lúgubre guarida interior y al anhelo de llegar a un hábitat en el corazón de trópico.
Mi polo a tierra es la mujer que me visita los jueves y alaba la armonía de mi desquicio. Para ella soy un espécimen de colección, un dinosaurio galáctico fabricado con una mezcla de adamantio y arcoíris, un acróbata de las palabras que habla mucho sin decir nada, un predicador obsoleto, insobornable. Ella para mi es un remanso tibio que me mantiene alerta. Su cuerpo me hace creer que es posible cometer el crimen perfecto: amar.
anuar bolaños.
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La sensación parece incontrolable, de hecho creo que lo es. Me despierto muy temprano, sacudido por el frío de este invierno que se ha desbordado por encima de cualquier capacidad de buceo. Abro la ventana, masoquista recibo el viento frío que viene de los farallones, los gallos tercos de la finca de enseguida se empeñan en anunciar un sol que no aparecerá.
Busco un abrigo pero no me lo pongo, enciendo la lámpara encima de la mesa de los libros, tengo textos por leer pero ni siquiera los miro. Prendo la radio para dejar que su ruido musical invada la casa. Estoy obnubilado con todas las sensaciones que me produce mi rutina de soledad y quietud. Miro mis manos largo rato, son demasiado blancas, veo las venas azules y los nudillos colorados, la piel está reseca, recuerdo la crema de manos que está en el tope del estante del baño, olor a macadamia.
Quisiera tener las palabras que desvanezcan esta sensación preludio de un sonsonete sostenido que me mantendrá engarrotado por horas, me descubriré deambulando por toda la casa arrastrando un pensamiento que anhela ser el preámbulo de alguna idea explosiva pero simplemente se desgasta en redundancias planas, inoficiosas.
Un pensador agudo tendría la habilidad para sacar una premisa filosófica de esta sensación de inexistencia. Yo me quedo hilando conjeturas que en lugar de desenredar los hechos que me aturden, les añaden versiones improbables, recovecos donde no se puede elaborar un desenlace práctico. Me ha sido imposible aceptar que no puedo cambiar el pasado, y mi forma de recordarlo es bastante torpe, densa. Me atemoriza la falta de lucidez de estas ideas. Ser consciente del deterioro de mi mente me hace pensar en el tiempo perdido. Ya debería haber franqueado el umbral de esta guarida inservible y estar marchando sobre la ruta que me llevaría a un hábitat menos desencantado. Me refiero a mi lúgubre guarida interior y al anhelo de llegar a un hábitat en el corazón de trópico.
Mi polo a tierra es la mujer que me visita los jueves y alaba la armonía de mi desquicio. Para ella soy un espécimen de colección, un dinosaurio galáctico fabricado con una mezcla de adamantio y arcoíris, un acróbata de las palabras que habla mucho sin decir nada, un predicador obsoleto, insobornable. Ella para mi es un remanso tibio que me mantiene alerta. Su cuerpo me hace creer que es posible cometer el crimen perfecto: amar.
anuar bolaños.
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lunes, 16 de mayo de 2011
Náufrago 7.
Cruzamos la ciudad rumbo al sur. Es la mitad de la tarde. El calor se impone. Como siempre, espero que sean las 4:15 para empezar a narrar. Hay varias mujeres viajando junto a mí. Yo pretendo no mirar pero sé que un suave oleaje de caderas inunda el pasillo. El bamboleo del bus juega con las hembras que van de pie. Yo sólo miro a una de tantas, a la que hizo contacto con mi hambre de equilibrio, con mi oficio de litógrafo parlante. Miro sus caderas y la turgencia que se levanta es prueba de una blandura ardorosa, de un calor vegetal. Creo entonces descubrir como funciona el fuego. Adivino la curvatura de su talle, la humedad en su espalda, el garbo de su desnudez y me siento bendecido con su cercanía.
Cierro los ojos para imaginar. Sin ningún esfuerzo reconozco el color de su piel, el tamaño de sus pechos, el aroma de su sexo. Mi mente aísla todo sonido exterior para agarrarse al tictac de su corazón. Y así, adormilado y banal, no me entero de que el tiempo se va. Una sacudida me devuelve al mundo. De la modelo para mi postal de otoño sólo queda el rastro de su embeleso, la estela de niebla que dejó al bajar. Nada puedo hacer. Las mujeres que siguen en la ruta tienen un calibre distinto, acaso igual de arrollador, igual de pasajero, perfecto en la distancia, imborrable en el recuerdo.
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Cierro los ojos para imaginar. Sin ningún esfuerzo reconozco el color de su piel, el tamaño de sus pechos, el aroma de su sexo. Mi mente aísla todo sonido exterior para agarrarse al tictac de su corazón. Y así, adormilado y banal, no me entero de que el tiempo se va. Una sacudida me devuelve al mundo. De la modelo para mi postal de otoño sólo queda el rastro de su embeleso, la estela de niebla que dejó al bajar. Nada puedo hacer. Las mujeres que siguen en la ruta tienen un calibre distinto, acaso igual de arrollador, igual de pasajero, perfecto en la distancia, imborrable en el recuerdo.
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viernes, 13 de mayo de 2011
Náufrago En La Ciudad 6
Una mujer joven, delgada, de rostro bien dibujado, sube al bus y se sienta a mi lado. Huele a heliotropo. Su mirada es la entrada a un túnel. Entiendo esa mirada. Cada brillo que exhibe, la opacidad en que se oculta. Leo allí la pregunta que habita en todas las mujeres de su especie, las modernas, las averiadas. Sus ojos se abren con asombro pero sólo un poco. No quieren delatar su pánico, que nadie sospeche cuanto quieren abandonar su órbita, su almanaque de días calcados. Ya ha visto demasiado. Sabe que la vida es una acumulación de absurdos, y el mundo una cosa que se pudre. Hábitat de una raza salvaje.
La pupila dilatada atestigua el día que se gasta. Mira la ciudad de bloques y estridencias, y suelta un respiro largo, sin sonido. No hay sorpresa en su semblante pero en su ceño agachado sobrevive una duda, ¿podría el amor…?
Veo allí sentada a esta mujer, maniquí lánguido, y el corazón se me arruga.
El bus sigue por su cauce inmóvil, atiborrado de zombies diurnos. El impulso del viaje no varía. La mujer me mira y ve a un pasajero del día con aspecto de náufrago. No sabe que soy un dibujante de postales habladas. Nos une el hecho efímero de existir. Si nos tocáramos las manos nos brotaría hiedra en la piel.
Las 4:15 de la tarde. Un sol gris pesa sobre sus párpados, deja en su rostro matices del desierto. La mujer y yo hemos coincidido en este recodo del tiempo, vamos juntos por la avenida, sabemos la ruta, la estación de llegada. Desconocemos el destino.
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La pupila dilatada atestigua el día que se gasta. Mira la ciudad de bloques y estridencias, y suelta un respiro largo, sin sonido. No hay sorpresa en su semblante pero en su ceño agachado sobrevive una duda, ¿podría el amor…?
Veo allí sentada a esta mujer, maniquí lánguido, y el corazón se me arruga.
El bus sigue por su cauce inmóvil, atiborrado de zombies diurnos. El impulso del viaje no varía. La mujer me mira y ve a un pasajero del día con aspecto de náufrago. No sabe que soy un dibujante de postales habladas. Nos une el hecho efímero de existir. Si nos tocáramos las manos nos brotaría hiedra en la piel.
Las 4:15 de la tarde. Un sol gris pesa sobre sus párpados, deja en su rostro matices del desierto. La mujer y yo hemos coincidido en este recodo del tiempo, vamos juntos por la avenida, sabemos la ruta, la estación de llegada. Desconocemos el destino.
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lunes, 9 de mayo de 2011
Náufrago En La Ciudad 5.
He aprendido a detectar datos de la personalidad de las mujeres al detallar los rasgos de sus rostros. Cuando viajo en bus o deambulo por los centros comerciales, como un plebeyo insípido que no puede con el peso de su confusión, me dedico a observarlas. Camuflado como cualquier usuario de la vida, el tiempo y los espacios, que funciona como un comodín que nada quita ni aporta al paisaje cotidiano, tomo apuntes mentales de la jauría femenina que pasa cerca a mi.
Me basta con captar los ángulos de sus cejas, la curvatura de la boca, la dirección del mentón y el ahínco de la nariz. En esas líneas tengo la certeza de detectar impulsos agresivos, desleimientos de ternura, templanza cuajada, placidez original, vanidad cáscara, altivez ancestral, lujuria genética, indiferencia simulada, impasibilidad desolada…
Las líneas del rostro me dicen casi todo. El resto es completado por el brillo de los ojos. Una leve mirada, ya sea frontal o de soslayo, redondean el informe dado por el relieve de la cara. En ese reflejo de luz y sombra que proyecta lo guardado adentro entiendo la fatiga de los días acumulados, el rastro agridulce de amores idos, el norte almibarado que esperan alcanzar, el temor a las palabras filosas, el anhelo por vivir aventuras en varias latitudes, la urgencia o parsimonia de la piel, el gusto por un abrazo tibio no erotizado, el desconocimiento de su propia esencia, la magnitud de su vacío, cierto temple invisible que no se rompe, la magia con que alcanzan algunos imposibles, una astucia que puede perderlas si se desbanda, la terquedad en repetir errores, la tradición de comunicarse con atajos, bifurcaciones, subterráneos; las esperanzas confusas que sólo tienen un único itinerario, el desconsuelo rabioso, el silencio estéril, la evolución mal escalonada, las crípticas explicaciones de sus tropiezos, su intuición desatinada sobre la naturaleza de los machos, la fuerza para partir sin titubeos, su incomprendida forma de amar, su presencia pasajera en mi vida...
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Me basta con captar los ángulos de sus cejas, la curvatura de la boca, la dirección del mentón y el ahínco de la nariz. En esas líneas tengo la certeza de detectar impulsos agresivos, desleimientos de ternura, templanza cuajada, placidez original, vanidad cáscara, altivez ancestral, lujuria genética, indiferencia simulada, impasibilidad desolada…
Las líneas del rostro me dicen casi todo. El resto es completado por el brillo de los ojos. Una leve mirada, ya sea frontal o de soslayo, redondean el informe dado por el relieve de la cara. En ese reflejo de luz y sombra que proyecta lo guardado adentro entiendo la fatiga de los días acumulados, el rastro agridulce de amores idos, el norte almibarado que esperan alcanzar, el temor a las palabras filosas, el anhelo por vivir aventuras en varias latitudes, la urgencia o parsimonia de la piel, el gusto por un abrazo tibio no erotizado, el desconocimiento de su propia esencia, la magnitud de su vacío, cierto temple invisible que no se rompe, la magia con que alcanzan algunos imposibles, una astucia que puede perderlas si se desbanda, la terquedad en repetir errores, la tradición de comunicarse con atajos, bifurcaciones, subterráneos; las esperanzas confusas que sólo tienen un único itinerario, el desconsuelo rabioso, el silencio estéril, la evolución mal escalonada, las crípticas explicaciones de sus tropiezos, su intuición desatinada sobre la naturaleza de los machos, la fuerza para partir sin titubeos, su incomprendida forma de amar, su presencia pasajera en mi vida...
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domingo, 8 de mayo de 2011
Anfitrión 1.
Tocaré tu cuerpo,
mis manos
bajarán por tu abdomen
peldaño a peldaño,
dejaré en tu piel retazos de caricias,
rodaré por ti como aceite de luna.
Seré una ciega adivinando
las coordenadas de tu ingle,
las diagonales que marcan el sitio
de tu mástil invencible,
columna de carne hirviendo,
árbol que crece vertiginosamente,
cíclope alado,
rey de tu entrepierna,
eje de mi ensamblaje.
Frotaré tu cilindro
hasta obtener su lava blanca.
Amado,
dame a beber tu espeso elixir,
calma este antojo de absorber tu néctar.
Tu miembro se aviva dentro de mí,
Soy funda para tu daga envenenada
forro húmedo
aro de cobre.
Oh Amado,
Ven aquí donde mi alma anida,
puebla mis entrañas
con tu legión de soldados blancos.
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mis manos
bajarán por tu abdomen
peldaño a peldaño,
dejaré en tu piel retazos de caricias,
rodaré por ti como aceite de luna.
Seré una ciega adivinando
las coordenadas de tu ingle,
las diagonales que marcan el sitio
de tu mástil invencible,
columna de carne hirviendo,
árbol que crece vertiginosamente,
cíclope alado,
rey de tu entrepierna,
eje de mi ensamblaje.
Frotaré tu cilindro
hasta obtener su lava blanca.
Amado,
dame a beber tu espeso elixir,
calma este antojo de absorber tu néctar.
Tu miembro se aviva dentro de mí,
Soy funda para tu daga envenenada
forro húmedo
aro de cobre.
Oh Amado,
Ven aquí donde mi alma anida,
puebla mis entrañas
con tu legión de soldados blancos.
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jueves, 5 de mayo de 2011
Anfitrión 2.
Ven Amada,
toca mi cuerpo,
que tus manos sean ventosas
bajando por mi abdomen
peldaño a peldaño,
deja en mis poros retazos de caricias,
empavona tu almizcle en toda mi piel,
rueda por mi como aceite de luna.
Se una ciega adivinando
las coordenadas de mi ingle,
las diagonales que se unen
para marcar el sitio
donde se yergue mi mástil invencible,
columna de carne hirviendo,
árbol que crece vertiginosamente,
cíclope alado,
ministro vitalicio
del imperio de mi entrepierna,
eje de tu ensamblaje.
Frota mi mágico cilindro
hasta que erupcione su lava blanca.
Amada,
ven a beber su espeso elixir,
calma el antojo de absorber su néctar suculento.
Arropa mi miembro con tu vagina
funda exacta para mi daga envenenada
forro húmedo
aro de cobre
talego ajustable.
Oh Amada,
déjame al fin clavar mi arpón iluminado
allí donde tu alma anida,
déjame poblar tus entrañas
con mi legión de soldados blancos.
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toca mi cuerpo,
que tus manos sean ventosas
bajando por mi abdomen
peldaño a peldaño,
deja en mis poros retazos de caricias,
empavona tu almizcle en toda mi piel,
rueda por mi como aceite de luna.
Se una ciega adivinando
las coordenadas de mi ingle,
las diagonales que se unen
para marcar el sitio
donde se yergue mi mástil invencible,
columna de carne hirviendo,
árbol que crece vertiginosamente,
cíclope alado,
ministro vitalicio
del imperio de mi entrepierna,
eje de tu ensamblaje.
Frota mi mágico cilindro
hasta que erupcione su lava blanca.
Amada,
ven a beber su espeso elixir,
calma el antojo de absorber su néctar suculento.
Arropa mi miembro con tu vagina
funda exacta para mi daga envenenada
forro húmedo
aro de cobre
talego ajustable.
Oh Amada,
déjame al fin clavar mi arpón iluminado
allí donde tu alma anida,
déjame poblar tus entrañas
con mi legión de soldados blancos.
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miércoles, 4 de mayo de 2011
Anfritión 3
Tocaré mi cuerpo rastreando tus huellas,
mis manos serán ventosas
bajando por mi abdomen peldaño a peldaño,
recogeré de mis poros los rastros de tus caricias,
empavonaré los charcos de tu almizcle en toda mi piel
como aceite de luna.
Mis manos serán una damisela ciega adivinando
las coordenadas de mi ingle,
las diagonales que se unen
para marcar el sitio donde se yergue el mástil invencible,
columna de carne hirviendo,
árbol que crece vertiginosamente,
cíclope alado,
ministro vitalicio
del imperio de mi entrepierna,
eje de tu ensamblaje.
Frotaré mi mágico cilindro
hasta que erupcione su lava blanca.
-periscopio que mi cuerpo usa para verte por dentro-
Amada,
verteré mi espeso elixir sobre el lecho,
-comarca donde tu cuerpo triunfa-
Cuándo se dará calma
a este antojo de rociarte con mi néctar suculento,
cuándo arroparás mi miembro con tu vagina
funda exacta para mi daga envenenada
forro húmedo
aro de cobre
talego ajustable.
Oh Amada,
en tu ausencia clavo mi arpón iluminado
allí donde tu fragancia anida.
Por la silueta que tu cuerpo dejó troquelada en el lecho
avanza mi legión de soldados blancos.
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mis manos serán ventosas
bajando por mi abdomen peldaño a peldaño,
recogeré de mis poros los rastros de tus caricias,
empavonaré los charcos de tu almizcle en toda mi piel
como aceite de luna.
Mis manos serán una damisela ciega adivinando
las coordenadas de mi ingle,
las diagonales que se unen
para marcar el sitio donde se yergue el mástil invencible,
columna de carne hirviendo,
árbol que crece vertiginosamente,
cíclope alado,
ministro vitalicio
del imperio de mi entrepierna,
eje de tu ensamblaje.
Frotaré mi mágico cilindro
hasta que erupcione su lava blanca.
-periscopio que mi cuerpo usa para verte por dentro-
Amada,
verteré mi espeso elixir sobre el lecho,
-comarca donde tu cuerpo triunfa-
Cuándo se dará calma
a este antojo de rociarte con mi néctar suculento,
cuándo arroparás mi miembro con tu vagina
funda exacta para mi daga envenenada
forro húmedo
aro de cobre
talego ajustable.
Oh Amada,
en tu ausencia clavo mi arpón iluminado
allí donde tu fragancia anida.
Por la silueta que tu cuerpo dejó troquelada en el lecho
avanza mi legión de soldados blancos.
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martes, 3 de mayo de 2011
Cotidiana 3.
Cuando uno se inventa que es escritor algo hace le crack en la mente, y no sólo allí, también en el estómago pero sobretodo en la espalda. Bueno, no quiero decir que mis achaques de adulto mayor se deban a la intensa actividad mental a la que me veo avocado tratando de hacer de cada giro de mi cotidianidad una narración literaria.
Hoy es domingo nuevamente. Amaneció hace varios minutos. La Mujer del Jueves ha venido a pasar la noche y yace a mi lado, semidormida. Una mitad de su cara está aplastada contra la almohada y la otra me muestra gestos de una modelo gótica. Es encantadora. La penumbra del cuarto acentúa las líneas de sus labios, de sus cejas, y sus ojos cerrados. Su pelo crespo alborotado me recuerda a Helena Bonham en la película Sweeney Todd.
Esta mujer es chiquita en varios sentidos y gigante en otros tantos. Su mano juega con mi miembro hasta endurecerlo. Entro en ella y me quedo quieto. Sólo quiero arroparme con su tibieza y absorber su olor a galleta de chocolate. Desatiendo sus quejiditos despedazados pues no quiero moverme. Somos un abrazo blando con la ropa de cama adherida a la piel como una enredadera. Pongo mi oreja sobre su seno y el sonido de su corazón me recuerda a un tren que está a punto de detenerse pero no lo hace.
Hace frío. Llovió toda la noche. Seguramente las inundaciones ya han cobrado más víctimas en muchos sitios del territorio nacional. A falta de televisor miro las imágenes en el periódico. Quedo con una desolación inoficiosa que no alcanzo a usar en ninguno de mis escritos.
Soñé que vivía en una casa de inquilinato. La situación es recurrente. Anhelo vivir en un segundo piso, en un salón grande donde la cocina tenga un ventanal sobre el mesón del lavaplatos que exponga el paisaje de un bosquecillo de árboles medianos o la perspectiva de una calle de casas enanas y tejados de tejas rojas de un barrio popular. En el sueño me veo cocinando y tomando sorbos de vino de una copa mientras miro la tarde desteñida y sosa. Los colores del sueño me llenan de una mescolanza de sensaciones. Melancolía y añoranza. Alegría agridulce sentida junto a los amigos una tarde de verano soleada haciendo un asado en el antejardín de mi casa. Este recuerdo vive fijo en mi mente como una postal gastada por la intemperie.
Los colores de la cocina soñada, azul aguamarina, verde turquesa, rosado lila, amarillo mostaza, magenta; me acongojan, me renuevan la certeza de que los días son una secuencia sin impulso que avanza con la parsimonia de ola de aceite entrando en una playa de mármol.
Finalmente logro ponerme de pie. Cada músculo del cuerpo me duele de un modo distinto, como si hubiese participado en una competencia de triatlón demasiado larga. Mi mujer lo adivina y se mete conmigo a la ducha. Masajea mi abatimiento con la barra de jabón. En mis ojos ella adivina que mi cabeza está prisionera de una obsesión narrativa que no descansa. Me abraza con fuerza.
Después de un desayuno de pan tostado con crema de aguacate y café con canela, ponemos la radio a mediano volumen y comentamos cada noticia escuchada. Planeamos el resto del día, es decir, el resto de la vida.
La mañana sigue su curso.
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Hoy es domingo nuevamente. Amaneció hace varios minutos. La Mujer del Jueves ha venido a pasar la noche y yace a mi lado, semidormida. Una mitad de su cara está aplastada contra la almohada y la otra me muestra gestos de una modelo gótica. Es encantadora. La penumbra del cuarto acentúa las líneas de sus labios, de sus cejas, y sus ojos cerrados. Su pelo crespo alborotado me recuerda a Helena Bonham en la película Sweeney Todd.
Esta mujer es chiquita en varios sentidos y gigante en otros tantos. Su mano juega con mi miembro hasta endurecerlo. Entro en ella y me quedo quieto. Sólo quiero arroparme con su tibieza y absorber su olor a galleta de chocolate. Desatiendo sus quejiditos despedazados pues no quiero moverme. Somos un abrazo blando con la ropa de cama adherida a la piel como una enredadera. Pongo mi oreja sobre su seno y el sonido de su corazón me recuerda a un tren que está a punto de detenerse pero no lo hace.
Hace frío. Llovió toda la noche. Seguramente las inundaciones ya han cobrado más víctimas en muchos sitios del territorio nacional. A falta de televisor miro las imágenes en el periódico. Quedo con una desolación inoficiosa que no alcanzo a usar en ninguno de mis escritos.
Soñé que vivía en una casa de inquilinato. La situación es recurrente. Anhelo vivir en un segundo piso, en un salón grande donde la cocina tenga un ventanal sobre el mesón del lavaplatos que exponga el paisaje de un bosquecillo de árboles medianos o la perspectiva de una calle de casas enanas y tejados de tejas rojas de un barrio popular. En el sueño me veo cocinando y tomando sorbos de vino de una copa mientras miro la tarde desteñida y sosa. Los colores del sueño me llenan de una mescolanza de sensaciones. Melancolía y añoranza. Alegría agridulce sentida junto a los amigos una tarde de verano soleada haciendo un asado en el antejardín de mi casa. Este recuerdo vive fijo en mi mente como una postal gastada por la intemperie.
Los colores de la cocina soñada, azul aguamarina, verde turquesa, rosado lila, amarillo mostaza, magenta; me acongojan, me renuevan la certeza de que los días son una secuencia sin impulso que avanza con la parsimonia de ola de aceite entrando en una playa de mármol.
Finalmente logro ponerme de pie. Cada músculo del cuerpo me duele de un modo distinto, como si hubiese participado en una competencia de triatlón demasiado larga. Mi mujer lo adivina y se mete conmigo a la ducha. Masajea mi abatimiento con la barra de jabón. En mis ojos ella adivina que mi cabeza está prisionera de una obsesión narrativa que no descansa. Me abraza con fuerza.
Después de un desayuno de pan tostado con crema de aguacate y café con canela, ponemos la radio a mediano volumen y comentamos cada noticia escuchada. Planeamos el resto del día, es decir, el resto de la vida.
La mañana sigue su curso.
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