Punto de llegada |
Miro a las personas con atención. Entro en
ellas.
Lo primero es apropiarme del mapa trazado en su
rostro
con tanta diligencia.
Allí está la procedencia de sus certezas
y el norte de sus inquietudes,
reporte de la evolución de sus imprecisiones.
A continuación estudio la mirada.
La combinación de brillos y sombras
habla de dolencias mal tratadas,
perspectivas levantadas sobre bases endebles,
rabias añejas prestas al ataque,
una melancolía espesa fruto de haber percibido
el caos del mundo,
de saberse impotentes ante la voracidad del
tiempo
y la frialdad del desamor.
Sigo con la voz.
Tanto el color como la cadencia esconden
ruegos,
amenazas, sentencias anticipadas, promesas de
éter,
cantos maníacos a los placeres de la materia,
coqueteos al espíritu del equilibrio.
Y por supuesto, me fijo en las palabras, en su
peso volátil,
en la pericia con que son combinadas para
simular la sabiduría,
la soltura con que se abandonan a las sandeces,
la prontitud para explicar misterios
impenetrables,
el descaro de anularse entre sí,
la invencible habilidad para crear paraísos a
corto plazo.
Para concluir mi catálogo reviso el conjunto
de movimientos corporales y el vestuario.
Los ademanes en la charla, el ritmo de la
caminata,
las poses al estacionarse y esperar,
los giros intempestivos o estudiados.
En fin, toda la puesta en escena,
con sus gestos de saltimbanquis, monjes,
verdugos,
completa el fidedigno reflejo que mis prójimos
hacen de mi esencia mundana.