viernes, 29 de abril de 2011

Cotidiana 2.

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Nunca podría calificar a los objetos como bultos inertes pues me consta que tienen vida propia e incluso una personalidad que se va manifestando en su forma de estar dispuestos en el espacio y de relacionarse entre sí. Puedo dar fe de su deseo de interactuar conmigo, su forma silenciosa de mirarme, de ponerse en mi camino, de hablarme.
Ilusamente había pensado que era yo quien les daba su sitio, yo el que decidía la armonía con que ocuparían la casa para hacerla funcionar como un laberinto descifrado en el que yo pudiera desplazarme a ojos cerrados sabiendo con exactitud mi ubicación. Pero esta mañana, lluviosa por demás y harto fría, con la penumbra arenosa de un otoño artificial impuesto al trópico por causa del global warming, descubro que son los objetos los que dominan el diseño de mi hábitat.
De algún modo secreto que no descifro, son ellos los que influyen en mí y me manipulan para que yo los disponga de tal o cual manera. En medio de esta oscuridad gris del cuarto de los libros, descubro miradas siguiendo mis movimientos. Son los libros los que miran el rinconcito exacto de la mesa donde dejo la taza de café. Veo ahora sus narices estiradas absorbiendo el aroma. La nueva receta incluye un par de astillas de canela, una cucharadita de leche en polvo que sólo pinte el café de pardo muy oscuro, y miel de abejas.
Las artesanías recogidas durante años como obsequios de amigos que sí viajan (yo sólo voy al exterior a través de las fotos de las revistas de viajes), giran sobre su eje en una danza que sigue mis pasos cuando voy del estante de las fotografías al de la colección de flautas andinas que hace años sólo toco para desempolvar. Los lápices de colores, en su residencia tubular, registran los gestos de mi cara cuando tomo algún juguete dejado por mis hijos en su última visita decembrina y ven allí una mezcla de nostalgia dulzona y picardía juvenil que los deja tranquilos, pues entienden que dentro de mi hay una templanza nueva que me hace un hombre pausado, uno que cada vez se ocupa menos de su desencanto por el mundo. Miro las caricaturas hechas por mis hijos pegadas en el tablero de corcho y me engolosino con sus distorsiones y amasijo de colores.
Los cojines tirados sobre la alfombra, el rincón pegado al ventanal por donde entran luz y viento frío, apodado Nirvana por la calma que me insufla, espera mi visita de domingo al amanecer cuando me siento, lápiz en mano, a redactar bitácoras que vinieron de ser poeticuentos a fundar este archivo de verborreas cotidianas sin norte y sin sabor.
A la altura de mi pecho, en el estante principal de la biblioteca, hay un entrepaño compartido. Allí, en el lado izquierdo, organizados por familias, habitan los CDs. Los de Blues son los más ansiosos en estos días grises, quieren sonar sin descanso; los de poemas cantados son incondicionales a mis antojos y siempre están atentos a mi llamado. Los eternos olvidados son los bailables que ahora ni siquiera en épocas de festival son sacados de sus estuches. Y al lado derecho, las películas favoritas que repito para renovar esa visión mostaza de la vida que me confirma que cuando nadie nos ama, no existimos.

Por último, de salva pantalla (en este aparato donde las palabras dan cuerpo a mi soliloquio) está la fotografía de La Mujer Del Jueves que tengo la suerte de cambiar cada que me visita. Manjar visual gozado con la piel y corazón.

Todos mis objetos amados son la parafernalia de mi psiquis desvencijada que se entretiene pensando que el tiempo es esa sustancia que nos define y aniquila, y que todos nuestros actos de amor son nada ante su voracidad desmedida.


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miércoles, 27 de abril de 2011

Cotidiana 1

Algo desde adentro me dijo que ya era hora de despertarme. Es domingo. Hubiese querido dormir un poco más pues el cansancio no alcanzó a evacuarse con las seis horas de sueño. Todavía tendido sobre la cama, estiro el brazo y descorro la cortina muy lentamente, entra una luz tan cansada como mi cuerpo, miro el reloj de la mesita de trasnocho, apenas van a ser las siete, el cielo tiene cara de otoño. Me incorporo. Sobo mi cabeza. La noche anterior la peluquera se ensañó más de lo debido, imagino mi cabeza como la de un soldado veterano que además de imágenes rotas de sus incursiones acarrea un rostro manchado, arrugas de intemperies, brazos gruesos que no fuertes, sabor a culpa en la boca, arena en el corazón. Bueno, en realidad simplemente soy un hombre entrado en años que vive solo.
Prendo la radio en ese programa que es mezcla de música, entrevistas y noticias. Me ducho larga y fríamente para obligarme a volver a la vigilia con una buena dosis de lucidez. La ropa limpia me hace sentir nuevo. Hago café y lo tomo negro, sin azúcar, acompañado de galletas sodas sin sal. Este precario desayuno aumenta la amargura de mi paladar. Todo bien, Zero Emotions, susurro.
Detenido en medio de la cocina miro alrededor. Veo varios fantasmas desperezándose para ponerse a observar mis movimientos paquidérmicos. Prendo la lavadora y arrojo allí la ropa de dos semanas, la pobre máquina cruje sobrecargada.
Me siento con una segunda taza de café y me dejo ir en el recuerdo de una mujer que amé hace tanto que apenas si puedo oír como sonaba su voz. No creo que ella haya cambiado mucho, debe seguir igual de hermosa, clandestina, bipolar. Es bueno que haya rodado el tiempo. Ya puedo sentirla sin agites, sin atorarme con el ripio agridulce de nuestra historia. Sé que vive a pocos kilómetros de aquí pero su distancia no me llama.
Definitivamente con nadie nos conectamos desde lo esencial. Quizás tampoco sea necesario después de todo.
La soledad es esta secuencia de horas que lleno de soliloquios. Los recuerdos me alimentan, me fortalecen. Los recién almacenados corresponden a una jovencita rolliza que me visita los jueves por la tarde y sonríe como si se hubiera tragado la primavera. No alcanzo a precisar si su voz es nasal o gutural, sólo atino a decir que me hipnotiza. Me narra sucesos de una cotidianidad paralela a la mía y me lleva a caminar cogidos de la mano. No temo darle la espalda aunque sospeche, por las sombras de su mirada, una inclinación hacia los laberintos. Su aura fue fabricada en El Barrio. Ella es postre digital, fresa y pimienta.

Organizo los papeles que hay sobre la mesa de los libros. Apilo los que semejan poemas a la izquierda, los relatos a la derecha y sobre la pared de en frente, en el tablero de corcho, tachuelo los dibujos, las caricaturas y las últimas fotos de Mi Dama del Jueves, con su vestido blanco y los pechos al aire, en una pose que recuerda los desnudos del Expresionismo. Entiendo que la amo con la gratitud de quien sobrevivió a un naufragio. Su presencia pone en mi verbo un nuevo sentido del humor, sus besos son un amanecer limpio, su piel noche tibia.
Regreso los lápices de color a su tarro. Sacudo el polvo de la lamparita de escritorio. Miro sin mirar. Me quedo un rato muy quieto. No hablar no significa estar en silencio. El rumor de adentro no hace pausas.
Por la ventana veo que el sol le ha impuesto al otoño un rostro pálido. Esa es la suerte de vivir en el trópico, los días grises tienen marcos de arcoíris, sonidos de bosque urbano, vientos que hacen levitar a elegidos y condenados. Casi que se podrían tener esperanzas de algo bueno. Sin embargo, las nostalgias se reactivan, se vuelven este tema que no sale de mi cabeza y habla de amores que han sido certeza contundente o promesa incumplida. Los años que pasan van cuajando un saber que no busca nada y como resumen exhiben el aprendizaje de un hombre que ha hecho de su modo de esperar una estrategia de avance. Literatura subterránea, bitácoras de transeúnte, retórica cursi.
Pienso en el día que tengo delante y concluyo que tanta pausa es un entrenamiento para convertirme en estatua viva. El aletargamiento es tal, que pensar estas ideas imita la parsimonia con que el tiempo cae en un reloj de arena. Sonrió. Supongo que la vida funciona como le da la gana y que yo gaste los domingos relamiendo mis delirios de escribano la debe tener sin cuidado.

lunes, 25 de abril de 2011

De Mi Libro: El Sueño Desolado.

18


La brisa dejó en los adoquines
un resumen de polvo
que el tiempo hizo fango
y la hierba pobló de verde

Los pájaros deshilachan la tarde
dejando suspendidos en el cielo
numerosos manchones descoloridos

Todo es tan rucio
y fastidiosamente opaco
como si este sitio fuera
una arruga en el universo
o la creación de un Dios sifilítico.

El arco iris cae en acertijo final.
En uno de sus extremos
alguien deshoja cínicamente una flor.


19

Esa imagen rucia soy yo
esos tentáculos
son mis piernas y mis brazos hechos nudo

Soy yo engarrotado en mi isla
y rodeado por otros
que también llevan su isla a cuestas

Esos puntos que se mueven
somos nosotros vistos desde arriba
en la caja donde Dios guarda sus juguetes

Somos nosotros en la ciudad
laberinto deformado
que nos atrapa en su hediondo mosquitero.


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jueves, 21 de abril de 2011

Transeúnte Circular.

Quizás con un poco de ironía pueda sobrevivir a tanto desajuste que me rodea o me invade. La ceguera que me cubre ha sido fabricada por la costumbre de seguir el mismo sendero cada día. Llevo el rumbo marcado por los innumerables días en que he calcado mis acciones. El ritmo absurdo que me repite lo dicta el vacío interior lleno de ecos gelatinosos. No es el espejo del paisaje el que dobla mi imagen, es el avance circular el que me repite y gasta.
Sin embargo su monotonía no me aturde, tampoco me embriaga. Hay momentos en que sigo mi viejo cauce desolado con entusiasmo, sonrió con fuerza casi desquiciado, doy saltos y aplaudo, me lleno de la luz y del color de las tardes soleadas, hago cursis poemas de cotidianidad, cánticos para anunciar que el tren se acerca.
Otros momentos, avanzo cabizbajo, engarrotado, y el entorno se pone gris, espeso, frío. No logro levantar la cabeza ni lo deseo. Un peso ancestral de amores magullados me aplasta los hombros. Hay fango bajo mis pies y aunque sé que no extraviaré la ruta, no me motiva cruzarla. Es bueno ser un muñeco de cuerda bien aceitado, zombie vegetal que otoñea y es un ente primaveral de musgo oloroso, náufrago en la ciudad, transeúnte invisible que atisba, estatua articulada y con rodachines en los pies. Mi cuerpo se mueve en estertores casi imperceptibles.
El desplazamiento es resultado de mi música interior, blues de los andes, aullido del desierto, llanto del mar cuando la luna lo arrincona.
Quizás desconocer como transcurre el tiempo y como se dan las interrupciones en mi deambular es lo que mantiene el impulso que me mueve.
Una vaga ensoñación me obnubila y me desplaza hacia allá, donde deliro alguien me espera, donde creo podré descansar un poco con los ojos cerrados, escuchando el viento o la lluvia, sin pensar en nada.


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domingo, 17 de abril de 2011

Náufrago En La Ciudad 4.


El periplo es idéntico. El último diseño aplicado a la ciudad hizo de la avenida una lombriz curvilínea que se retuerce sin moverse. Este sistema de buses, apodado Gusanos Azules, es un vagón que me acoge en su zumbido automático, aire frío y paradas programadas. Nadie podría saltar al vacío a destiempo. Lo vivo es la carne que transportan, nosotros. Gentes que entiendo como ejemplares de algo que no evoluciona. Un hombre corpulento degolló a su mujer en este mismo vagón hace un par de días. Razones de la pasión, dijeron. Cerca, un grupo de muchachos habla un dialecto veloz y efímero que me salpica de ignorancia. Una jovencita hermosa, escuálida, concentrada en imitar al vampiro de moda que vio en una película, se esfuerza por parecer gaseosa desde su fisonomía compacta. Bajo sus ropas palpita una hembra biche de piel magullada por la nocturna. Sin cerrar los ojos veo mis manos recorrer palmo a palmo su cuerpo húmedo y rosado. Son las 4:15 de la tarde. Llueve sin misericordia. Sólo se ve un sarpullido de agua en el parabrisas. Otra certeza acaba de morir en mi cabeza. El amor tampoco es un dueto afinado. Sigo. Igual, sé que una mujer me espera al final de la ruta en la Librería Olvido.

lunes, 11 de abril de 2011

Esta.

He ganado una incógnita.
Los elementos que sostienen mi dialecto
son antiguos como el mundo.

El otoño ha hecho de mi
un hombre de brillos oxidados.

Mujer,
luces victoriosa
como una cortesana que fue flor,
abismo, tempestad, incendio,
y nuevamente flor.

¿Podrías ser para mi
la brisa que viene del bosque?

Ay, si conociera las palabras
para fabricar paisajes…

El amor es un barco despistado
que avanza sin remedio
hacia las fauces de la noche.

domingo, 10 de abril de 2011

Aquella.

Aturdido por el devenir de mi tristeza
sin encontrar el modo de ser más mundano.

Los amores vienen y se van,
nada me dejan.

El tiempo superpone escenas
pero deja cabos sueltos,
terminales que nada sujetan.

Quizás me dirijo a la luz
pasando por las sombras.
No persigo sabores intensos
ni llegar a una estación insípida.
Todos encajamos en un diseño inútil.

Un instante fugaz es el paraíso,
un orgasmo a destiempo,
masa que palpita y delira.

Ay mi desvanecimiento al ver tu cuerpo.
Nada sobrevive después del encuentro.

Exprimir el poema,
dejar fuera las espinas que no adornan
y comprimir sus atributos,
dejar solo el matiz de la pesadumbre.

viernes, 8 de abril de 2011

Otra.

Imposible renunciar a la espera o huir de ella,
cada pálpito es gendarme del tiempo que se agota.
Los asuntos fluyen en un río de baba.

La mujer que me anunció un oasis
dejó un espejismo imposible de desvanecer,
cáscara de la única realidad posible.

El amor es esta cosa gaseosa
que imita colores y sonidos,
aroma dulzón de un otoño indeleble.
Pronto su sabor se volverá metálico.

Esta mujer me dice que me ama
y su mirada es una penumbra sin bordes,
su silencio un horizonte blanco,
su cuerpo activa el vértigo
de un deseo desatendido.
Todo su rostro es una ensoñación
que no se acerca ni se va.

La espera y el hallazgo,
son las caras rotativas de un mismo fracaso.

martes, 5 de abril de 2011

Una.

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Tu recuerdo se instala donde antes había un fantasma y tu rostro perdura en un gesto indeleble. Tu imagen surge con la actitud de un Mesías que pasará de largo. El arco iris de la noche soltó visos de colores sobre tu pelo y ahora es suave y perfumado. Las rayas de tus labios están secas, tienen un matiz púrpura o polvo de violetas. Mujer, cuando te besé se me desajustaron los sueños. Sabes, no recuerdo bien tus ojos. Tus ojos no hablan, no piden ayuda. Tienen esta dignidad que dice, A mi el amor me arrastra pero no me despedaza. Ay, eres el viento que me atraviesa. Yo me quedo con este paraíso desencajado. Mi pecho —depósito de tu recuerdo— quisiera algo más que tu ausencia.



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viernes, 1 de abril de 2011

N 3

La calle hierve. Nos cuece a fuego lento. Mi cabeza escurre aunque voy quieto. El bus que me lleva se mueve raudo, corcovea. Avanza sobre una pasarela escoltada por edificaciones de mediana estatura. Su aire acondicionado es fútil. Agradezco los ventanales enormes y limpios pues liberan la mirada. Sombras claras y charcos de sol se intercalan donde suceden las bocacalles. Fila de ajedrez intermitente. Voy al sur. Son las 4:15 de la tarde. Sé que los farallones me acompañan a la derecha, confirmo su presencia azulverdegris. Estoy rodeado. Quienes callan cuentan con su rostro lo que no podrían armar con sus voces. Creen saber donde van, calculan las distancias, estiran el tiempo, acentúan los ritmos. Extraigo esta idea de sus miradas. Los afanes les trazan líneas en la frente. Las bocas cerradas se mueven protagonistas en un teatro de audiencia semi distraída. Pocos se miran de frente. El soslayo se impone. Flota un miedo milenario, insondable. Silenciosos ruegos de un abrazo prolongado y firme. Somos historias sueltas apelmazadas en una lata de transporte urbano.
Al frente la ciudad me habla, me saca a flote.
Tu risa es el espejismo que reverbera en el horizonte. Hacia allí me dirijo.



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