Mi madre ha sido desde siempre personaje para mis
cuentos. No como ella misma sino como resorte de ficción. Su presencia en mi
vida me dotó de una mirada propia. Recibí su curiosidad y su inclinación a
jugar con las palabras. La melancolía, la cuota de picardía, el temor a ciertos
públicos, el paladar, la desconexión con algunos planos de la realidad, la
propensión a la fantasía hoy convertida en ficción escrita, la culpa por la
tarea inacabada, amar la casa.
En los últimos años mi madre fue mi hija menor. Y
aun así, seguía siendo mi guía infatigada. Siempre planeando como solucionar la
cotidianidad: cambiar el vidrio roto de la ventana, arreglar la ropa, preparar
un postre, alimentar la perrita, visitar a los parientes, ayudar a los
hijos.
Ella, que a menudo extraviaba sus principios para
satisfacer los pocos caprichos de su vida de carencias, predicaba que siempre
había que hacer lo correcto. Por suerte yo fui formado por sus palabras justas
y por sus actos aguerridos. La veía llorar pero no rendirse. Adoraba a Dios y
le guiñaba el ojo al Diablo. Cursi, acomplejada, vital, asustadiza, terca,
inmensamente sola después de la muerte del viejo. Sumisa ante el tiempo que se
le iba.
Su presencia en Mangalú se volvió el eje de los
planes de mis hijos, mi mujer y mi mascota. La abuela marcaba el ritmo de los
fines de semana y las vacaciones: sus medicamentos, la comida, los cuidados,
las bromas que le hacíamos, los disparates con que nos animaba, sus ojos
claros.
No me duele su muerte. No dejó ningún vacío. Me
miro al espejo y veo sus rasgos en mi rostro. Igual sus manos en las mías. Su
pasión por aprender. Sólo quiero deshacerme de su dificultad para superar
viejas rabias que veo tan nítida en mí.