Imposible no admitirlo. Soy ahora una máquina dirigida por otras máquinas.
El carro me lleva por rutas de vértigo e incertidumbe anunciada. Tanto bache que te sacude desde abajo, tanto peatón omnipresente, ciclistas frágiles, vehículos desafiantes de cerebros obtusos, cámaras que te limitan, gendarmes que te vuelven paranóico. Cuando se dispara la alarma del carro el corazón me da un vuelco. Quedo con menos aire.
Y el teléfono móvil. Aparato que te habla cuando quiere y te salva justo o simplemente fluye junto a ti, o te desconecta cuando necesitas existir en otros. Te sirve para acarrear imágenes, despertarte en la mañana, recordarte que eres parte de ciertos grupos: familia, compañeros, deudores...
En el computador creo ser mi dueño. Allí libero algunas de mis mañas. Leo, escribo, veo fotos, oigo música, algo aprendo, algo me contamina, mucho me acompaña, también me atolondra. Mi computador y yo conversamos en silencio. Su rostro blanco, luminoso, nunca me asusta. Por el contrario, me invita a ser un autómata que se entretiene con sus ocurrencias.
El reloj de pulso pita cada hora en punto, me dice que debo escalar los peldaños del día hasta llegar al punto cero y volver a comenzar. Hmm. Creo que debo leer El mito de Sísifo.