miércoles, 26 de febrero de 2014

Autómata.




Imposible no admitirlo. Soy ahora una máquina dirigida por otras máquinas.
El carro me lleva por rutas de vértigo e incertidumbe anunciada. Tanto bache que te sacude desde abajo, tanto peatón omnipresente, ciclistas frágiles, vehículos desafiantes de cerebros obtusos, cámaras que te limitan, gendarmes que te vuelven paranóico. Cuando se dispara la alarma del carro el corazón me da un vuelco. Quedo con menos aire.
Y el teléfono móvil. Aparato que te habla cuando quiere y te salva justo o simplemente fluye junto a ti, o te desconecta cuando necesitas existir en otros. Te sirve para acarrear imágenes, despertarte en la mañana, recordarte que eres parte de ciertos grupos: familia, compañeros, deudores...
En el computador creo ser mi dueño. Allí libero algunas de mis mañas. Leo, escribo, veo fotos, oigo música, algo aprendo, algo me contamina, mucho me acompaña, también me atolondra. Mi computador y yo conversamos en silencio. Su rostro blanco, luminoso, nunca me asusta. Por el contrario, me invita a ser un autómata que se entretiene con sus ocurrencias.
El reloj de pulso pita cada hora en punto, me dice que debo escalar los peldaños del día hasta llegar al punto cero y volver a comenzar. Hmm. Creo que debo leer El mito de Sísifo.
 
 

jueves, 13 de febrero de 2014

PG.



He dicho a Mariana tantas veces que soy un tipo excéntrico que he terminado creyéndolo. Quizás también debería confesarle que tengo las pelotas escaldadas por el calor de fin de año.
Hoy quedé atrapado en el cuarto de huéspedes mientras jugaba al inquilino extranjero. Fue necesario destruir la chapa para poder salir.
Llené las cubetas de hielo con vino tinto. A mitad de la tarde serví un vaso de vino a temperatura ambiente. El calor derretía la madera. Puse cubos congelados en mi copa: vino tibio enfriado con vino glacial. Ven que sí soy excéntrico.
En las noches soy asaltado en los tobillos por zancudos amazónicos. Ando desnudo pero uso largas medias de hilo de jugar fútbol.

Hace años decidí no citar a nadie en la redacción de mis pensamientos. Pero en mi cabeza, en los recuerdos que acumulo y revivo, muchas voces dictan las frases con que armo estas bitácoras.
Somos varios los que hablamos por turnos en esta carrera de relevos. Nos pasamos la posta, vestimos el uniforme, pertenecemos a la misma generación, corremos desbocados y sin norte.

Toda mi suerte se condensa en Mariana Carbonell. Esta jovencita diminuta, inestable, impredecible, que jura amarme indefinidamente al tiempo que planea escurrirse por la puerta lateral cuando yo voltee a mirar a esa otra hembra que pasa con ojeras de monja ninfómana rumbo a su empleo en un almacén de extremidades ortopédicas. (En realidad mi mujer anda en busca de un Cromañón que le sacie la entrepierna. Habla dormida).

Limpio las gotas de sudor de mi frente y quedo suspendido sin saber qué decir. No es fácil sostener esta lógica incongruente antes de sapotear temas de reflexión para decidirse a seguir una línea de confesión honesta.
Organizar las perversiones en una narración inodora exige haber evolucionado hasta alcanzar el estado excelso de profeta galáctico más astuto que cualquier mesías inventado hasta el momento.

Mierda. Perdí mi turno.