lunes, 20 de julio de 2015

Zona Quieta.





Fabriqué, construí una zona de confort para desatender los desastres del mundo. Entiendo que no gobierno la realidad. Si llego a la cafetería y han cambiado el orden de las mesas, me pierdo en un laberinto. El GPS natural de mi cerebro se niega a llevarme por rutas desconocidas. La vista acude en mi auxilio. Y el oído y el olfato. La avenida es una línea inamovible que susurra su voz vehicular y me dice que ese es el límite de mi refugio. El café recién colado y el pan tibio me esperan en mi rincón de costumbres. Allí, el frío de la mañana es el mismo de siempre. Esa es la bendición de mi ciudad: mañanas frescas, tardes ardientes, noches de viento juguetón.
Mi verdadera zona de confort es el pasado. Recuerdos que reacomodo a mi antojo. Eventos en los que cambio el guion y la escenografía. Sólo conservo los personajes. Todo lo resuelvo a mi favor. Por eso necesito que el presente no se mueva. Repito mi rutina con movimientos idénticos para no perderme, para…

Como brújula llevo este cuaderno de bitácoras en la mano.


lunes, 6 de julio de 2015

Entrenamiento.





Madre siempre decía que yo era su hijo preferido y sólo pensándolo con mucha intensidad pude entender a qué se refería. Mi hermano mayor siempre recibió las atenciones y los piropos, los perdones y la alcahuetería. Podía dilapidar el dinero del mercado en una noche de rumba y ella empeñaba algún electrodoméstico para solventar el embrollo. Nunca terminó el colegio y jamás tuvo un trabajo ni decente ni ilegal que le aportara dinero y orden. Pero yo era el preferido. A mi me asestaba las bofetadas para que hiciera el oficio casero más de prisa. Yo el encargado de vender puerta a puerta en el barrio las empanadas de cambray que ella hacía a diario. Padre nunca existió. Mi hermano y yo somos producto del verbo de un billarista que fue borrado por la nocturna. Madre nunca aprendió a llorar, tampoco a pelear. Nunca me dijo una mala frase, manos aún me pegó un grito. Recuerdo su mirada, dura como el concreto, opaca y seca. Nunca pude anticipar sus manotazos veloces. Los destellos de su ira eran enceguecedores. Ella ciega de ira, yo de miedo. Después de atropellado me ponía hielo en los golpes, me cargaba en su regazo y me arrullaba en la silla mecedora hasta que me dormía. A los pocos días, otra dosis igual de cariño. A mi hermano le agradezco que nunca se burlara de mi suerte. En su mirada entendí que si hubiese podido salvarme lo habría hecho. Finalmente se fue, no tanto por huir de madre o no verme mallugado a golpes, como por no ser capaz de aguantar su impotencia, su cobardía. A madre le debo mi temple. Mi cuerpo se volvió duro y mi corazón perdió toda sensibilidad. Mi mente intercambió lo bueno por lo malo y ya nunca sentí culpa por nada ni pesar por nadie. El silencio fue mi voz, el sigilo mi manera de andar. No aprendí a tener algún sentimiento. Madre jamás me compró un juguete y si yo fabricaba alguno con palos y tapas de gaseosa, lo destruía a zapatazos. Nunca salí a la calle a estar con amigos. Cero mascotas. La adolescencia me recibió fibroso y mecánico, sin gestos ni lenguaje. Todo lo recibido de manos de mi madre me convirtió en el hombre de sangre fría que hoy es capaz de descuartizar cuerpos sin sentir ningún escrúpulo. Soy hábil con el cuchillo. Hago desmembramientos perfectos, respeto tendones y junturas, separo el músculo del hueso con toda pulcritud. Nada desperdicio. Mi jefe ha halagado esta destreza desde el primer día en que empecé a trabajar en la carnicería.