viernes, 25 de julio de 2014

Linda Mariana.



La mañana ha traído una luz pálida y sucia que me lastima los ojos. 6:30 am. Calle Quinta. Capri. El sol hace esfuerzos para atravesar sus rayas por entre los árboles viejos y los bloques de apartamentos. Todo está húmedo de llovizna harinosa. Gripa. La nariz me arde. Los sábados por la mañana sacan a menos personas de sus camas. Las calles lucen más anchas y casi inútiles. Quienes viajamos hacia la fábrica de desdichas, la ciudad, vamos apelmazados por la modorra y el frío. Sólo el chofer parece estar vivo. Mientras veo el mecanismo del día ponerse en marcha lentamente, deliro estar en casa con  mi mujer, sentado a la mesa comiendo huevos tibios con mantequilla y pimienta, y tomando chocolate con leche, caliente y espumoso, aromatizado con astillas de canela. La miraría a los ojos y le diría, "eres hermosa".



martes, 15 de julio de 2014

Todo Comienza Con Una Mirada.


Resulta fácil entablar conversación con las mujeres. Espero a que haya contacto visual y ofrezco una sonrisa pequeña, disimulada, amable. Ese gesto las invita a devolver una atención igual, entonces digo una frase que las engancha a conversar. Alguna idea inteligente y divertida. Cero retos. Soy bueno detectando los temas de interés de las mujeres. Sé darles un buen lugar sin adularlas. Soy distante sin ser tímido ni cauteloso. Fluyo. Y cuando detecto el momento oportuno, les digo un piropo astuto, una frase fuera de contexto, casi una máxima filosófica un tanto erótica, una invitación inevitable, insospechada y letal. Con el tiempo confesaré que lo primero en que me fijé fueron sus nalgas o sus senos pero que en definitiva, fue la sonrisa lo que me cautivó. Diré que para mi la dentadura en una mujer es esencial. En segundo lugar de embeleso mencionaré el sonido de la voz y para completar el combo, la soltura del cabello. Lo cual es verdad.

Cuando miro a una mujer voy a la caza de sus formas. Me fijo en sus nalgas, la redondez, la firmeza. Me imagino cómo será desnuda, bocabajo sobre la cama dejando que las caricias de mis dedos la adormezcan y luego de rodillas mientras la penetro. Contemplo a una mujer en su totalidad. Su cabello, la curvatura de su espalda, el tamaño de los senos, las ondulaciones de su vientre. Visualizo sus pezones mientras los beso o mordisqueo. Imagino mis manos amasando sus nalgas y separándolas para ver como se abre su vagina, como queda expuesto el agujero de su ano. Me gusta pensar en la humedad de sus labios mientras mi verga entra a mojarse o quiero ver como la cabeza separa pliegues de carne colorada, entra hasta el fondo y se instala sin moverse. También deliro el abrazo. Encajar mi nariz entre su cuello y su clavícula, absorber el olor mezclado de perfume y sudor. Anudar nuestras bocas en besos sabrosos. Me gusta pasear por los sobacos tibios. Oler la raja del pubis medio abierta, lamer los vellos, la pastosidad de los jugos guardados, producir sacudidas y gemidos. Pero al final voy más allá. Me llama el semblante triste cuando la vida la arrincona, el silencio espeso en la antesala del llanto, el brillo de la intuición en la mirada, los ademanes al comer, el paso a paso mientras se viste y maquilla, el ritmo al caminar, el derrumbe en la fatiga, las manos quietas, el calado de sus mentiras, las amenazas disimuladas.
Al mirar a una mujer busco su historia. Sus sitios preferidos, la música que tararea, el tipo de cartas que escribe, el licor que acostumbra, los chistes que inventa. La clave está en los compartimentos de su rutina. Observar cómo realiza sus actos programados o salta obstáculos en las improvisaciones, la pausa con que se recompone y el vértigo con que tropieza. 


No sigo un manual anticipado al mirar a las mujeres. Dejo que su presencia me colme. Recibo lo que llega sin catalogarlo. Me adhiero a cada brote de humanidad que las caracteriza. Pero lo que finalmente me subyuga de una mujer es su conversación. Su manera de ver el mundo y narrar la vida es el embeleso mayor, la manigua verbal donde pelechan todos los misterios y sucumbe la poesía.  


domingo, 6 de julio de 2014

Neardental.






Me compacto. Me quedo inmóvil para sentir como toda mi concentración se condensa en mi quietud. Cada músculo de la espalda atestigua rutinas vividas a martillazos. La fatiga es el somnífero que me sostiene atento. Pienso en mi mujer que huele a vinagre. Su olor entra en mí y me activa ideas sobre la culinaria. Ella me deja experimentar con su sexo y sonríe. Sólo me pide que no sea tan salvaje. Quizás me está pidiendo que sea un troglodita con ademanes de espuma, que cambie las dentelladas por besos tradicionales, que no le meta la verga por el ano. Me concentro para programar mis neuronas con una receta de caricias fuertes y amables, salvajemente domesticadas, fabricadas con más amor que furia. La tragedia de ser un macho defectuoso me hace ver mi hembra como una presa. Soy una hiena enamorada. Ella lo sabe y me abraza. Su sonrisa pone pausa en mi oleaje, sus nalgas me dotan con manos de panadero. Su largo pelo rizado es la arena movediza en que me hundo al final de la noche. No puedo dejar de odiarla por su costumbre de darle a degustar a otros hombres los apetitos de su lujuria.