martes, 28 de abril de 2015

Quince.




Lo tengo claro. Una muchacha ha venido a jugar conmigo. Su sonrisa me energiza. Pelo largo caoba, carnes blandas, curvas, aromas sazonados y tibieza de llama controlada. Bajo la mano por su talle y me olvido de su edad. Manoseo su cuerpo joven y se endurece. Burla. Ella se burla. Sabe que mañana se irá, sólo ha venido a regalarme su piel durante la noche. Después, nada. Acude porque mis palabras sugieren misterios que ambos sabemos no existen pero seducen con su atmósfera arenosa. Mis ojos tienen la mezcla adecuada de frustración y triunfo, desapego y entrega. Soy truhán y caballero, académico y juglar, gendarme, bufón, mesías. Estoy hecho de una consistencia atolondrada que me mantiene anclado al espacio donde habito. Mi casa es una cueva agridulce. Escenario claroscuro para la danza de los amantes. No hay balcones ni jardines, sólo un ventanal para mirar el desfile de la tarde. Con los años he aprendido la lentitud del bolero, muero despacio en los encantos de esta niña festiva. Entro en su tesoro, agujero ardoroso donde otros sucumbirán en los días que vienen. Me hundo hondo. Lo sé, tampoco soy pionero en esta doncella sibilina. Efímero nirvana sin semillas. Además de ventisca, ella es la brújula de la noche, la puerta escondida en el muro, el puente lejos del abismo, registro de tropiezos, insomnio, zumbido, vómito. No todo romance juvenil es un triunfo. Odio a esta mujer que me roba tiempo y aire, y me deja la sangre despedazada. Su presencia esquiva toda cautela, reduce la longitud del día. Para salvarme tengo la ventaja de guardar este secreto: no le he dicho que me llamo Veloz Olvido.