Pertenezco
a los espacios públicos, a los tumultos de gente que acuden hipnotizados a los
centros comerciales. Yo me visto de invisible y me ubico en una mesa al margen
de las rutas más concurridas. Estoy allí como un espécimen distinto. Soy opaco.
No miro a nadie a los ojos. Mas que mi visión uso mi intuición para percatarme
de los rasgos de quienes me rodean o me esquivan para continuar su rumbo. Los
voy encajando en los escasos estereotipos que he elaborado para deshacerme de
ellos.
lunes, 29 de julio de 2013
jueves, 4 de julio de 2013
La Vital Ausencia.
Lo supo de repente. En el instante en que la
música se detuvo y levantó la cabeza para buscar a su mujer y no la encontró,
descubrió su nueva soledad. La descubrió como un hallazgo real, contundente.
Siempre supo que la soledad estaba allí, pegada a su piel, espolvoreada en su
aire, leal. Pero se había sentido tan cómodo durante tanto tiempo decorando esa
soledad inofensiva con evasivas alegres que se sentía a salvo de su zarpazo. Y
allí estaba ahora, la soledad reina. Descomunal y silenciosa, nítida e ineludible.
Supo que le hacía falta su hembra. Esa chiqulilla negra desteñida que lo
colmaba de contradicciones e intenciones secretas y lo hacía languidecer de
antojo nocturno. Sirvió otra copa de vino, reinició la música y se resbaló en
el sillón con los ojos cerrados a recordar tramo a tramo el cuerpo desnudo de
quien ahora protagonizaba el ritmo de sus taquicardias. Sonrió. Supo que su
caída era un triunfo. No hay mejor obsequio en la vida que las sacudidas del amor.
Brindó por los besos blandos y los gestos de gozo, la calurosa batalla y la
risotada exacta, todo manjar improvisado para sostener la escena, el unánime
desvanecimiento a dúo, el poroso sosiego de ser acogido por otro, el agridulce
espejismo de la felicidad. Brindó por su mujer y lloró un poco.
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