miércoles, 30 de mayo de 2012

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¿Y si, de pronto,
dijera que sé de donde viene la soledad?


He descubierto el tubo que insufló la bruma,
la compañía que fabricó e instaló
los muros de cristal alrededor del bosque.
Supongo que nadie me creería.


Casi todos insisten en mirar para otro lado,
agacharse cuando se descuelga la lluvia,
enconcharse contra el frío sin rozar a otros.


Yo renuncio a ser un árbol solo.
Me desplazo en busca de cuerpos similares al mío,
me urge decir que somos idénticos,
juntos somos el todo
que escapará del encierro de estar libres.
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martes, 22 de mayo de 2012

Rutina


Hacia dónde quiero marchar.
Deliro un refugio cómodo
con jardín y vista al horizonte.
La mirada del mundo
hace que me atemorice de mis torpezas.
Nadie ve el esfuerzo que hago
por mantenerme cuerdo,
por no salir a degollar transeúntes.
Mi rostro agobiado pasa invisible.
Aunque voy erguido
acarreo un simio avergonzado.
El silencio que exhibo
no es señal de cobardía.
Poco importa el desenlace de los días.


lunes, 14 de mayo de 2012

Versión 8.0

Soy un cúmulo de cabos sueltos que necesita entrar en trance para poder dar cuenta de lo que acontece en su mente. Cómo decirte que las imágenes que retengo de ti son copia de otras vistas en películas o libros de pintura o inventadas a partir de bocetos de la vida real que yo distorsiono adrede para poder mantenerme despierto y cuerdo, para poder seguir gastando los días delante de la gente sin que ninguno sospeche que tengo dentro una avería causada por el recuerdo de tu cuerpo desnudo.

Te veo caminando por la alcoba en que me invitaste a quedarme la primera noche que nos vimos. Estás desnuda. Tu piel es oscura, rojiza. Me sorprende que tus senos no sean bonitos pero es tal la fuerza de tu sonrisa y la imponencia de tu mirada que soy invadido por una certeza de amor repentino, indeleble.

Cómo confesarte que en realidad el recuerdo que tengo de ti no te representa a ti, sino que es una invención que yo he hecho para sentirme héroe de una historia de amor en la que tú te marchas y yo te lloro prolongadamente mientras me enamoro de cualquier mujer que pasa cerca. Cómo confesar que a nadie espero, a nadie busco, a nadie he amado.

Pienso que yo debería ser un extranjero. Invento rutinas y costumbres que me hacen diferente ante mis propios ojos. Soy un tipo común que acomoda sus elementos cotidianos en un orden insospechado para parecer distinto, nuevo.

Todo en mi obedece a una puesta en escena, a un avatar creado para ser y sentir. Yo soy una versión mía inventada para poder narrarme, para armar un rompecabezas que sin ser difícil ofrece un reto de observación y acercamiento. Mis formas de lucir piden atención, cercanía, una permanencia que aporte la mayoría de los datos necesarios para la interpretación de mi acertijo.

miércoles, 9 de mayo de 2012

De Noche En La Estación.

De repente una mujer llegó y se sentó a mi lado. No supe de dónde salió y no la vi venir. Miré a mi alrededor como buscando alguna explicación a su presencia repentina, nada hallé. Sobre todo me sorprendió el hecho de no haberla escuchado venir. No acostumbro a desatender lo que me rodea, en ningún sitio, a ninguna hora. Pero su presencia me hizo bien. Se puso cómoda en un instante y estuvo en silencio leyendo un libro apoyado sobre sus piernas cruzadas. Al llegar yo la miré de reojo y fijé su atuendo en mi mente. Vestía falda larga hasta la mitad de la canilla, café rojizo oscuro, de dril grueso, no muy desteñida. Calzaba botines de gamuza café claro, suela de caucho y medias tobilleras blancas. Pantorrilla de huso alargado. Una correa del mismo material de los zapatos amarrada a su cintura, resaltaba su talle y sus caderas. Llevaba un cárdigan blanco hueso sobre una blusa de franela de manga larga, gris azuloso espeso, que ceñía unos senos medianos y redondos bajo un top de tela elástica. Pezones en alto relieve. Su pelo negro, peinado de lado, corto, cubría la totalidad del cuello tubular. Un segundo vistazo, con disimulo pero más prolongado, me permitiría enfocar en su rostro. Pardo, liso, limpio de maquillaje. Una nariz diminuta y respingona, que dejaba ver sus orificios más de lo que me gustaría, jalaba su labio superior hacia arriba con una canal central profunda sin nada de bello. Gesto de puchero caprichoso. Los labios eran de un tono rojo desteñido y opaco. El mentón de mango pequeño con una amago de hendidura. Cejas sin depilar dibujadas en un arco inofensivo. Allí no pude intuir ni arrogancia ni preocupación ni rabia. El entrecejo estaba sin rastro de trifulcas o frustraciones. Orejas de niña de donde se deprendía la línea de un mentón dibujo de manga. Piel parda, fría, de suave mentol. Dedos alargados pasando hojas con las yemas humedecidas por la punta de su lengua. Tan alta como yo, se chorreaba sobre el sillón en una pose despreocupada del tiempo. Sabíamos que el tren saldría a la media noche y aún faltaba más de media hora. En la sala, además de nosotros dos, sólo estaban una señora mayor con una niña de casi nueve años adormilada sobre sus piernas y un viejo con ropas de ejecutivo adinerado que miraba a ningún lado. Todos ubicados un par de filas de bancas hacia el fondo. El aire acondicionado estaba fuerte así que me ovillé dentro de mi chaqueta para almacenar calor. Creo que todos íbamos de regreso a la ciudad. Martes laboral, final de noviembre, silencio.
La mujer se movió para cambiar de pierna y me miro un instante, le sonreí con timidez y ella hizo lo mismo pero con cansancio. De costumbre empecé e especular sobre cómo sería su vida, sobretodo su forma de sentir. No sé por qué el brillo de su mirada me resultó nostálgico y eso me hizo sentir un poco triste. Noté que al igual que yo sólo llevaba un maletín de mano mediano. El de ella de cuero, el mío de lona. Concluí que debíamos ser viajeros regulares de las compañías de textiles aunque fuese esta la primera vez que la veía. De hecho podía reconocer a muchos de nosotros. La novedad de la mujer debía explicarse por la hora y el día fuera de lo rutinario. Usualmente el regreso se da los viernes al final de la tarde. Yo me veía obligado a un viaje relámpago pues mamá había vuelto a desaparecer y mis hermanas se volvían un embrollo de nervios. Sólo mi indiferencia daba la talla para equilibrarles los aparatosos asuntos de su convivencia.
Cuando abordamos el vagón no tuve el coraje de ubicarme cerca a la mujer y me senté delante separados por unos diez metros. Un par de veces me descaré a mirarla. No leía, cruzaba sus brazos sobre el estómago y miraba por la ventana las sombras que pasaban. El reflejo de su rostro sobre el vidrio de la ventanilla me sugirió una mujer sola pero no infeliz. Sin embargo me resultaba poco creíble la calma de su gesto.
La mujer debía de rondar los treinta y no vi argolla en sus dedos. No parecía oficinista, debía ser un mando medio. La razón de su viaje me mantuvo curioso.

martes, 1 de mayo de 2012

Certeza?



Hay que aceptarlo. Todo aprendizaje adquirido es sólo una preparación para el reto final. Soportar el desamor. Ninguna otra batalla es trascendental. Comparado con el reto de sobrevivir a una bofetada de desamor todo pleito anterior es un evento diminuto.
Lo veo claro. Repaso los recuerdos que tengo de los amoríos vividos y descubro que cada uno fue aportando una pieza para formar el atuendo que me protegería en el round final. Atuendo labrado con cicatrices y sinsabores. Su valor reside en la elasticidad que aporta a mis movimientos. No me hizo rígido sino flexible. Puedo moverme veloz para esquivar golpes. Puedo adoptar el silencio. Puedo retirarme sin sentirme cobarde. Puedo decidir no contratacar. Me he vuelto inmune ante el resentimiento. Me he entrenado para entender que cada enfrentamiento de amor me convierte en el aprendiz activo que no cesa de buscar. Lejos de sentirme invencible lo que he descubierto es que amar nunca es una derrota. Y los golpes de desamor que me alcanzan, los que me lastiman son asimilados como alimento, como recarga de energía. Nunca son superiores a mi capacidad de aguante, de renovación. Haber amado es haber triunfado. El amor sólo existe en el presente. Y se alimenta rescatando del pasado las enseñanzas prácticas, las que te limpian la mirada y el corazón, las que dejan en tu lengua la palabra sana, la que sirve de abono para elaborar una versión verde del amor.
Quizás la sabiduría consista en adquirir la certeza de que lo sucedido era lo que tenía que suceder, de que las decisiones llevadas acabo eran inevitables y por lo tanto sus resultados, sin importar si los juzgamos como triunfo o fracaso, eran los únicos posibles de alcanzar, eran obvios. Sólo nos corresponde aceptar la vida tal como es y afinar las decisiones.
Finalmente siempre se llega a la meta hacia donde se iba, a donde se quería ir.
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