Los ruidos no estorban, están ahí flotando sin dirección alguna. Después de que salen de la fuente sonora que los produce, quedan a la deriva, sin norte, sin meta.
He venido por primera vez a este centro comercial al sur de la ciudad donde antes funcionaba un autocine. En el tercer piso, al lado de los cines, hay una enorme plazoleta de comidas que a su vez es un balcón que se asoma a un parque muy arborizado en el barrio aledaño. Para suerte de los transeúntes hace sol, el invierno se toma un respiro, sabemos que volverá por sus fueros junto con la noche, precisamente cuando más daño nos hace, cuando más nos aterra.
Las sillas de plástico anaranjado imponen un reflejo amarillo en el aire. El cielo raso está decorado con enormes lámparas de material blanco en forma de cubo. El olor a crispetas es una mezcla de humo y melao.
Mi mujer está a mi lado rascándose con furia la nariz, una alergia al frío la tiene arrinconada desde el viernes pasado. Mi mujer cree que el frío es un sentimiento inventado por el hombre, algo no natural como el calor corporal, por eso nunca usa suéter, ni bufanda. Claro que nunca le he visto tiritar ni quejarse del congelamiento que vive con el aire acondicionado del cine cuando vamos al cine. Yo la abrazo y le presto mi pañuelo gris mate. Sus mocos verde manzana hacen un decorado sobre la tela digno de Obregón o Miró. Sus párpados están abultados como después de haber dormido demasiadas horas o llorado una inexplicable traición de amor.
Yo vuelvo a ponerme en escena como un turista en mi ciudad, ese transeúnte obnubilado que inventé para absorber, sin realmente estar mirando, todo lo que sucede a mi alrededor. A lo único que sigo atado adrede y con todos los sentidos al rojo, es a lo que mi mujer me habla, le sigo la conversación sin perder pisada y le aporto mis ideas con consideración y exactitud. Ella no me entretiene, me colma, me vuelve otro. Uno más luminoso, menos contrariado. Es el otro, el escribiente, el que va narrando una mescolanza hecha de descripciones del entorno y conclusiones de vida de poca monta. Ese zurumbático, hecho de muecas y chistes flojos, es quien padece descargas de melancolía traídas por la luz de un invierno atroz que justo ahora es fugazmente decorado con palúdicos rayos del sol que se despide apresurado.
Mi mujer entiende los defectos de mi mente, incluso parece que le atraen. Divina, revoltijo de ternura y calentura, me besa, me recoge, me lleva a casa.
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