Camino por los barrios pobres del oriente de la ciudad y me siento agredido por la brutalidad del hombre. Las calles palpitan a filo de cuchillo o a estallido de pólvora. La gente habla cánticos que no permiten la armonía entre anhelos y realidad. Somos fieras a punto de saltar sobre cualquiera que se cruce. En las miradas vibra la impotencia y la sospecha. Hay polvo, ruido, calor, entes desahuciados, alimañas, cosas vivas.
Trepo en un bus hermético, de lámparas blancas y aire enfriado a máquina. Quedo aislado del paisaje pero siendo parte de la coreografía de la vida. Dejo que la ruta me saque del escenario, es mi forma de huir, de resistirme a pertenecer a un mundo pobre, sucio, fracturado.
Mi mente sigue cautiva de una villa antigua sobre una colina junto al mar en un país de cuatro estaciones y lengua extranjera.
Quiero una casa que mire al horizonte, olorosa a heliotropo y a cazuela.
Saco de mi morral un libro de historias épicas y de repente suena un estribillo de blues en mi cabeza. Soy un híbrido armado con retazos de épocas y latitudes diversas.
Sólo el recuerdo de mi mujer me convence de que vale la pena hacer la tarea, labrar la jornada, escribir el poema.
Sólo el recuerdo de mi mujer me convence de que vale la pena hacer la tarea, labrar la jornada, escribir el poema.