miércoles, 27 de noviembre de 2013

Musgo.



Los obsequios de la vida no los puedo agarrar con la mano pero van conmigo dondequiera.  Tengo una voz en mi cabeza que nunca para de hablar historias. Esa voz se encarga de hilar ideas, de abrir puertas, de descubrir rostros que son pinturas formando una galería de arte viva que actúa sainetes, divertimentos, pantomimas que son el andamiaje con que los humanos se construyen a sí mismos y yo elaboro soliloquios en mi cabeza.
Un aletargamiento iluminado de amarillo ocre me mueve sin descanso y la cadencia en mi respirar desbarata el mecanismo del ahogo, quita a la taquicardia todo protagonismo. El agridulce de los suspiros se ha hecho un manjar fresco.
Mis ojos ganaron la fuerza para ver figuras nítidas en el fondo de la penumbra, mis manos alcanzaron la pericia con que se labra el pan o se toca la guitarra. Gané una melancolía laboriosa que no para de descubrirle a los atardeceres manchones mentolados y se embriaga con el olor del monte y se nutre con la holgura que da aceptar que el camino en que se avanza es el justo, por entretenido, por templado.
He recibido la pausa y la indiferencia. El horizonte que quedaba a dos calles se desplazó más allá de donde el mar culmina y hoy no planeo más que el paso que voy a dar a continuación. Mi equipaje se redujo a un cepillo de dientes y una cachucha para la lluvia. No le peleo al día sus afanes, ni le suplico a la noche su frescura. Recibo el ritmo con que los eventos giran a mi alrededor sin contagiarme de su vértigo ni desatenderlos del todo.
Terminé por aceptar que las personas son los patrocinadores de mi rostro. Copio sus gestos para mimetizarme en la multitud, para ser uno más con ellos y uno menos en la historia.
El tiempo sigue siendo el aliado que gasta lo inútil y reafirma lo que es, lo que a cada cosa le corresponde ser en este engranaje total, lo que perdurará. 

Hay un vacío delimitado y una nada oficiosa que me sirven de hábitat. La soledad calza mis zapatos y se embadurna con mis delirios, me abraza como a un hijo.
Mi sonsonete ha adquirido un estribillo pegajoso que se abre camino por entre los pregones rancios con que otros gastan su cordura. Ninguna voz me aturde aunque todas me hipnotizan.
Vivo la soltura de no ser nadie sin sentirme atormentado ni orgulloso por eso. No me sorprendo de lo que voy aprendiendo ni  lamento lo que el olvido ya difuminó. Voy liberando desahogos  que se sostienen con poco combustible y dejan mi estampa tapizada de líquenes frescos.

Soy un zombi vegetal.

Las mañanas son un verdadero inicio sin premuras ni itinerarios. Me invito a saborear las horas con el ímpetu de quien improvisa su bailoteo. No sé a donde voy, mis pasos eligen su ruta. Renuncié a estar rumiando el bagazo del pasado, bebo en los manantiales del azar el elixir que la vida obsequia pues es el único maná que se recibirá. Voy sin miedo, sin esperanzas.
No hay más nirvana que el día que nos gasta ni mayor paraíso que los adioses recibidos.


jueves, 7 de noviembre de 2013

Enjambre.





Bebo un vaso de leche fría y mientras escribo, dejo que en el computador suene el cantautor canario que hace años me obnubiló con sus versos y hoy ni siquiera extraño en los días melancólicos. Sus canciones suenan como un murmullo inofensivo que no me toca, flotan en el aire y se mezclan con el aroma de la merienda de la vecina de la A-14, lo cual indica que ya son las siete y ella está viendo el noticiero del inicio de la noche. Lo sé por el reflejo azul que se filtra entre las tejas del patio. Nunca le sube el volumen al televisor, intuyo que se siente a gusto sólo con las imágenes.

Imagino sus pies descalzos sobre el sofá, la camiseta enorme cubriendo sus piernas dobladas, panties de algodón y estampado juvenil, no sostén, pezones duros, pelo recogido en cola sobre la coronilla, té helado sin azúcar, fuente de cerámica de donde saca trozos de focaccia y los mete en su boca con un tenedor para no engrasar la revista en la que lee el horóscopo.

Ella espera que suene en el teléfono la llamada diaria de mamá. Mira por la ventana las sombras que son árboles, postes, gente que pasa, la acera del frente, el cielo borrado. Entiende que la noche trae un pánico disimulado que se aprovecha de su osadía de vivir sola. Sabe que el vecino de la A-15 es un tipo silencioso que escucha una música rara y camina erguido mirando al frente sin hacer contacto con nadie. Imagina sus manos laboriosas sobre el teclado y supone que escribe el relato de su vida. Lo oye subir las gradas antes de la media noche y cepillarse los dientes en medio minuto, encender la radio en la emisora de música clásica y leer hasta que ella se queda dormida. El click final del interruptor de la lámpara de mesa de su vecino la invita a pegarse a la pared que une sus dormitorios. Agradece que los ronquidos del hombre de al lado le sirvan de compañía, mientras sus lentos suspiros originan el sueño en que la veo deslizarse en mi cama y abrazarme por la espalda sin intención de molestar. Siento su cuerpo blando adherirse a mi quietud, su piel y la mía mezcladas en una sola tibieza. Ambos nos quedamos tranquilos convencidos de que es apenas natural dormir juntos, porque sí, porque el ritual nocturno de los solitarios se completa con el gesto sencillo de una mirada temprano en la mañana, cuando él y ella se encuentran de frente al salir de casa rumbo al trabajo, y se miran sin hablar, sin prometer cercanía pero con la certeza de estar unidos por ser los habitantes de una misma colmena que viven en celdas contiguas.