jueves, 22 de mayo de 2014

641.





Ahora lo sé. Soy este espectro que absorbe imágenes de sí mismo. Salgo de mí, me paro en frente, soy dos, uno actuando y el otro registrando la puesta en escena, los gestos de nostalgia y melancolía, el desconcierto, la parsimonia de existir en pálpitos muy pausados y moverme en fotogramas, vacilante pero tranquilo, incompleto pero sin ansiedad, quizás más pensativo de lo que se requiere para estar adaptado a un mundo donde las personas urgen estar conectadas a alguien que los apruebe sin titubeos ni distracciones. Y yo, sarcástico hasta cuando guardo silencio, impetuoso desde la ausencia, altanero, con un tono de voz que regaña incluso cuando dice frases melosas, filoso de mirada y malabarista de palabras pomposas, nada solidario, ubicado en una cumbre de niebla, caminando hacia mi reflejo, mirando sólo mis ojos que simulan la opacidad de un otoño que supongo proyecta un ambiente de enigma sugestivo, produce el magnetismo necesario para llamar la atención, para hacer eco en los recuerdos que los demás se llevan y ser ese cómodo espejismo tropical que se anhela en el verano o la tibieza de una manta de lana en una noche lluviosa de octubre cerca a las montañas. Quizás debería caminar en la ciudad cuando el clima inspire el letargo dulzón que precede al olvido. Ser parte de la multitud solitaria, invisible como todos, magníficamente absurdo. Prefiero quedarme enconchado, hibernar hasta llenarme de líquenes. Mirarme es estar abrazado a mí mismo con una firmeza blanda que arrulla y no adormece, lleno de mi ausencia sin quedar asfixiado, testigo del avance del tiempo con el alivio de saber que todo llega a su fin, que es inoficioso buscar lo que no existe o dar lo que no te han pedido. El único obsequio valioso es este hábitat que me acoge, cómplice engañoso elaborado para sobrevivir sin que nada importe. El tiempo gotea su parsimonioso ácido letal, fabrica humus con todo lo que toca. Me inclino agradecido ante su toque redentor.


domingo, 11 de mayo de 2014

Soliloquio 24.




Lo que voy recibiendo a diario es parte del entrenamiento que la vida me da para hacer de mí un escribano de oficio. Podría decir que soy yo quien se pone en las coordenadas exactas para recibir las descargas de pasión que me llegan. Paso de la culpa y la desolación al cinismo y la indiferencia. Seguro todos los desahuciados somos similares y tenemos esos matices en proporciones diferentes. Esto constituye la versión con que me desenvuelvo día a día. Lo que recibo de las personas y el mundo es el alimento que después de ser procesado en mi cabeza arroja el bagazo con que me pongo en escena. No realizo una actuación premeditada, ese soy realmente yo. Yo soy ese que extiende ramas en todas las direcciones buscando alguien para que venga a hacer nido dentro de mí. No quiero ser coleccionista de amores furtivos. Busco con desesperación. No sé cuando hacerme a un lado. La desolación me guía, la melancolía me lleva por senderos que no van a ningún lado, ando en círculos, cuesta bajo, rodando un poco, trastabillando otro tanto, con muchos ruegos en la boca pero mucho temor frenándolos con la mordaza de la cobardía.
Tengo demasiada teoría en la cabeza. Allí soy un héroe de amor, un hombre que empeña su palabra y jamás la rompe. Mis actos quieren apuntar a cumplir esta promesa, este mandato que yo mismo me he dado, Amar es dar por siempre, sin límites ni cansancio.

Pero me encuentro solo. No hay quien quiera hacer eco a ese comando, les suena hueco, me ven hueco, desesperado, tieso. Mi cabeza anda a tanta velocidad que mis gestos se mueven vertiginosamente. Soy un loco, atemorizo a todos. Soy una estatua de arcilla porosa que muchos quisieran desmoronar. Mi arrogancia les lastima y me lanzan escupitajos. Entonces levanto la mano y muestro un poema. Recibo miradas de diversas facturas. Hay solidaridad y pausa, se ven brillos curiosos, soy coleccionable, causo hilaridad, desconcierto, lástima. Pero ninguno me admite contradicciones. Saben que al darle la vuelta a cualquiera de mis destellos queda al descubierto mi brutalidad, mi simpleza.
Yo trato de mantenerme erguido, miro al frente, esquivo abismos. Sé que toda construcción fina en últimas nos deja solos, su opuesto -el desatino- causa igual efecto.

Y así voy.


Como resumen de esta barbarie de ideas, de este lamento mal adjetivado, me queda una fatiga espesa que no me deja respirar bien, no duermo en calma, deambulo por mis días como un poseso, y sin embargo río (¿Cómo se verá esa mueca desde afuera?), abrazo, prometo y cumplo, voy, pago mis deudas, acudo, tiendo la mano, reciclo sueños, sé cuál libro es bueno, beso el vacío, amo mi sombra, extraño el llanto.


2005.


jueves, 1 de mayo de 2014

Ahora...





Ahora


Ahora levanto la cabeza y miro al frente. Quisiera aislarme de los ruidos que pasan a mi lado pero no lo logro. La mañana está un tanto fría y tan gris como una lágrima de aluminio, opaca y lisa. Algunas personas revolotean cerca. Ejemplares gastados de una raza maltrecha. Los llaman Habitantes de la Calle. Ahora que hay calles. Ciudades que definen a los seres que tienen atrapados dentro.
Miles de años atrás todo hábitat era campo abierto en este valle. Sin rutas, sin nomenclaturas. Entonces, también íbamos a la deriva pero con la suerte de menos obstáculos inertes en el horizonte.
Ahora veo mis ojos atascados en la rígida perspectiva de esta calle que me engulle sin siquiera saber cómo existo.