viernes, 18 de marzo de 2016

Mariana, La Mujer Invisible.



Ático y aljibe, antojo vaporoso,
presencia sibilante.
Esta mujer es oriunda de un barrio colonial
y los días de invierno le dan la facultad de levitar.
Canta baladas de los 60’s
y aunque lo intenta,
no alcanza a ser la nueva dama
sentada cerca al fuego de mis rutinas vacías.
Habita cerca a mi resuello,
tiene miedo de ahogarse en el olvido.
Su claridad espectral me atemoriza,
con gestos incoloros
me pide cambio de receta
para hacer los huevos al desayuno,
más mazorca y menos cebolla;
pide cambio de música,
más tango y menos trova;
cambio de ropa,
adiós a los bluyines;
de loción, olvídate del pachulí.
Me pide que abandone el orden exacto
de la rosa cromática de mis amores.
Ella funda mi religión
y me alimenta con alpiste.
Sus manos son de arcilla blanca
y al posarlas sobre mi pecho
me cambia el corazón de lado.
Su rostro, inconfundiblemente egipcio,
me llena la piel con aromas del desierto,
me narra la lluvia, me viste de aire.
Cada que llega el sol
se va al patio trasero
a tirarse en la hamaca del palo de mango
a suspirar hasta evaporarse.
Cuando me siente volátil o clandestino
se hace la intransigente,
sus sollozos hacen coro
con el dictado de mis delirios
y dejan un atavío de cruces
sembrado en toda la casa.
Al llegar la noche
apaga su sonsonete gangoso
y vuelve al lecho sigilosa
a resguardarse entre mi abrazo.


martes, 1 de marzo de 2016

Del Diario De Stella Kovaltok.




Es tan intenso.
Le ofrezco mis labios para un beso
y me invade con su lengua,
casi una serpiente saturando mi garganta.
Quedo empavonada y sin aliento,
es tan veloz que sólo atino a rechinarle los dientes.
—Podría abofetearlo por eso—

Hay días que sus besos son una visita afortunada,
me dejan en vilo un instante que ruego se prolongue.
Me abraza con tal precisión
que su cuerpo suplanta mis ropajes,
es firme, cálido, y afloja en el momento exacto
sin dejar magulladuras.

Sus ojos me limpian la mirada.
Son tan nostálgicos, no hay corazón que los aguante.
Al atardecer su silencio es acogedor.
Nunca me gusta cuando me agarra al descuido
o mete su mano bajo mi blusa.
Me siento prisionera —podría abofetearlo por eso—.
Sobre mi rostro sus caricias son otro asunto,
sus dedos tienen el toque de un ángel.

Dice frases que me desatan,
ya de cólera, ya de risa.
Creo que tiene miedo
(camina contando los pasos).

Es insólita su manera
de descorrer el pestillo de mis desaires.
A su espalda caen sombras deshilachadas
y es como si un quejido lo persiguiera.
Siempre trae manchas de sangre en la camisa
en el lado del corazón.

Le perdono todo, sus asaltos de caníbal,
sus ojos de invierno,
la rigidez de su ceño,
sus sueños desolados, todo.
Pues al voltear siempre está ahí
con su pulso firme, con su verbo intacto.