Día de bofetadas. Asomo mi cara por la ventana y recibo la turbulencia de la gente. Todos vociferan. Cada uno tiene frases filosas y las lanzan a la deriva sin un blanco concreto. A mi me caen varias, hacen tajos en mis ideas. Quedo suspendido entre la nostalgia y el desencanto. Dolorido detrás del esternón y urgido de llorar, de encerrarme lejos, de olvidarme del mundo. Mis ojos no tienen capacidad para producir la sustancia del llanto, no sé que sitio me acogería sin alertarse por mi aura sombría y mi semblante de tirano, sé que el olvido no existe.
Corro al diccionario. Allí las palabras me esperan sin pretensiones. Me adueño de varias. Uso sus versiones amables a mi ánimo y armo bitácoras insípidas que pueda digerir sin causar reflujo. Ante todo elaboro versos líquidos que me refresquen el día. Respiro. Salgo. Transcurren fechas agitadas. Fue el hombre quien aceleró el reloj. Llevo mi cuerpo por calles atestadas de gente. Miro sus rostros, todo en ellos me asegura que somos semejantes. Su miedo es el mío y mi tristeza la de ellos. Reímos como marionetas.
Nuestra incomprensión de la vida es idéntica, osada, perfecta.