martes, 12 de octubre de 2010

Perspectiva.


Foto tomada por Anuar Bolaños.

No he querido hoy recibir la luz. Es domingo, muy temprano. Han sido días lluviosos, sin tregua, y el arranque del día es frío, grisáceo.
De costumbre lleno la casa con las luces amarillas de los focos, pero hoy he querido la penumbra. Ya muchas otras veces la he perseguido. Usualmente, en días de semana, a las seis de la mañana ya ha amanecido y estoy listo a salir de casa. Antes de cerrar la puerta tras de mí, echo un último vistazo al interior y veo la luz de la mañana entrando por la ventana del patio hacia el cuarto de los libros, cae sobre la mesita circular donde tengo mis papeles en desorden dándoles un grosor inesperado. Esa luz, esa penumbra, siempre me hacen sentir la tibieza del hogar, aunque viva solo.
Me siento abrazado por mi hábitat, dueño de un rincón que es mío y me espera a cada regreso. A veces me invaden deseos de no querer ir al trabajo, de devolverme a gozar las primeras horas del día sumergido en mis reflexiones, con música clásica de la radio, apenas perceptible, y tal como en este instante, con la cafetera destilando el aroma del café que me inunda con recuerdos de mi niñez cuando me levantaba y hallaba al viejo haciendo un ritual parecido al que he fraguado hoy.

También es cierto que esta sensación de tibieza, este acogedor permanecer rodeado solo de mis volteretas mentales, es apéndice de otra sensación más fuerte que me ha acompañado largo tiempo y es la de buscar un sitio de poder, un lugar donde sentarme a escribir sin cortes, a dejar que por fin todo lo pensado llegue al papel.
Sé que habría muchas cuartillas para almacenar y corregir luego. Esa labor ya sé como realizarla. Pero la primera, la inicial, la de sentarme en el punto que sirva de antena receptora y motor de acción entre ideas y redacción, no he podido hallarla o construirla. Hace años tenía ese centro, una mesa en el antejardín de la cafetería cerca al trabajo donde cada mañana, acompañado de café, gastaba un par de horas haciendo cartas como ésta. Toda la escena era el impulso, la esquina, la perspectiva sinuosa de la avenida, la cortina de montañas a un lado semiborrada por la neblina, el olor a pan recién horneado, la conversa adormilada de la mesera, el frío en mi cuerpo siempre poco abrigado y cierto silencio dentro de mi cabeza que desatendía los ruidos del tráfico o las voces de otros clientes, y más bien permitía a mi rumor de adentro alcanzar la nitidez y la pausa exactas para que yo pudiera oírlo y escribirlo sin perder palabra. Todos esos elementos se esfumaron: los colores, los matices, olores, sabores, sonidos de fondo, rostros del día a día..., todo se fue.
Quizás por eso la penumbra de mi casa, este frío que entra por la ventana, mi jarro de café, este rincón en que escribo; sean una aproximación a ese estado pasado, a esa cafetería y, más atrás, a las mañanas en casa de mis viejos cuando era un muchacho que no podía agarrar ni una idea completa.
Esta sensación es la acumulación de la añoranza, un resumen de imágenes visuales, sonoras, olfativas, gustativas, de piel, que se agolpan en mi mente y todo mi cuerpo, y sirven de semilla y abono, punto de partida y sendero; y esa neblina coronando las montañas, ese claroscuro acentuando los bordes de mis libros, esta pausa de domingo en la mañana, son casi el poder exacto que catapulta mi deseo de escribir. Me falta la perspectiva visual, el paisaje en fuga, el espacio abierto; y esto debe ser una metáfora de lo que ocurre en mi mente, quiero decir, la falta de perspectiva, la proyección hacia adelante, lograr por fin adentrarme en esa neblina penumbra que más que invadir mi mente es la dueña de lo que siento y soy.
No busco la claridad, incluso no busco la lucidez.
A lo mejor soy esclavo del deseo de entenderlo todo, de querer conocer más de lo que necesito o puedo usar. Y puedo admitir, hoy, con algo de gusto, que estoy logrando no preocuparme innecesariamente por lo que no puedo controlar. Me quedo quieto sin alzarme de hombros. Digo, Así tenía que ser, después vendrá algo distinto.
Pero, muy a pesar mío, no he alcanzado todo el nivel de calma que me deje deshacerme de la costumbre de estar rumiando cada detalle de la vida.
No logro desacartonarme del todo, sigo rígido, cuadriculado, sin dormir bien.

Por eso vuelvo a la búsqueda de ese sitio de poder que me relaja, que reduce la tensión al nivel exacto que requiere mi voz para salir fluida y lenta y cadenciosa.
Busco ese tono, ese ritmo, ese avance sin sobresaltos que no pretende realizar giros sorpresivos sino ir ganando conclusiones livianas, llenas de un regocijo tibio; no certezas grabadas en el mármol sino párrafos entretenidos que bosquejan alguna de las tantas verdades de que está armada la vida, y a la vez, proporcionan situaciones, parlamentos que serán las piezas bien encajadas de un cuento o una novela.
Esta es, en definitiva, la petición que le hago a mi rutina, que me obsequie, o permita construir, el escenario que absorba y canalice lo que me llega de afuera a poner orden en lo de adentro para narrar con tino mis añoranzas y nostalgias, mis fantasías y delirios, mi saber, mi blanda humanidad de niño.

3 comentarios:

  1. Pues un domingo perezoso y parlanchín es ideal para renovar peticiones, priorizar sueños y deseos!

    Un Besito Marino

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  2. Estoy encontrando que me quitan las palabras de la boca. Tita lo ha dicho tan bien, que creo que agregarle es dañarlo.

    Un beso,

    Andri

    Ps: Aunque si me animo, te puedo decir que la parte en la que hablas de no poder agarrar una idea completa cuando eras un jovenzuelo, me gustó (me sentí identificada y me siento, porque aún me cuesta mazo agarrar una idea, por eso cuando intento decir las cosas no hago más que farfullar. Cuando no intento decir, entonces sale algo con sentido completo). Fue bonito leer eso. Si no logras desacartonarte, no fuerces, continúa fluyendo así.

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  3. No es facil abstraerse y hallar la paz, hay que seguir intentandolo.
    En tu catarsis dejas ver tu alma y su desasosiego.
    Un abrazo apacible, lleno de paz y esperanza

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