lunes, 20 de junio de 2011

Voy Por Un Libro.

Si digo que pongo un pie delante del otro y luego hago que el de atrás lo releve, y repito esto múltiples veces en dirección frontal, quizás se entienda que no avanzo por avanzar sino que soy dueño de mi destino. Aunque describir esto sea tan inútil como leerlo así se inicia mi aventura de este medio día.

Salgo de la oficina al restaurante por un almuerzo fugaz y de allí sigo al encuentro del itinerario planeado. Rodeo la Plazoleta del Correo, paso el puente sobre el río de aguas agonizantes, cruzo la avenida que se llama igual que el país, irrespeto un par de luces rojas, atravieso el túnel destechado donde los loteros pregonan cifras de la buena suerte, emboladores dan brillo a los pasos de los ejecutivos, y escribientes teclean en sus destartaladas Olivettis asuntos de legalidad efímera, papeleo mezquino que algún anciano está obligado a cumplir para obtener la bicoca de pensión con que malvive.
Avanzo por una pasarela despejada donde palmas apostadas cada cinco metros, escoltadas por altos faroles metálicos, hacen juego con las fachadas antiguas de las edificaciones en una postal urbana envejecida. En una de sus esquinas sobrevive el teatro más antiguo de la ciudad. Los animales de yeso de sus cornisas miran al río con ojos glaucomados.
Me detengo en el centro del Parque Central, es circular y los carros que transitan dando vueltas a su alrededor causan la sensación de que el piso está girando. El parque no es tan grande y está habitado por un prócer de hierro que anida una bandera negra bajo el brazo. Rígida metáfora de la negrura que devora la ciudad. Es bajo la sombra de su bloque pedestal donde le doy una pausa a mi aire y espero a que baje la temperatura de mi cuerpo. Una plaga de palomas camina o revolotea comiendo mecato que los transeúntes les arroja. Las gentes que gastan sus días en este sitio son un tanto grotescos, de ademanes simiescos y voces estridentes. Huéspedes vitalicios de un giro del tiempo que se repite por generaciones sin evolución alguna. Trato de no hacer movimientos bruscos para no parecerme a ellos. Uno que otro perro callejero completa la escena.

Tengo los ojos abiertos pero he clausurado la vista. La luz brillante del medio día me enceguece un poco. Miro como imitando a un autista. Mis oídos son redes que atrapan las palabras de cada vendedor ambulante mescladas con las de sus vecinos. Me veo obligado a separarlas para lograr entender que anuncian helados, frutas, corbatas, manuales, café y chucherías diversas. Decido no recoger olores ni dar mucha atención a los colores encendidos por el sol. Imposible entender este clima bipolar que un día te inunda de aguaceros y al siguiente te calcina con su resolana.

Reanudo la marcha, pongo un pie delante del otro y hago que el de atrás lo releve. Repito está locomoción básica hasta llegar a la Librería Olvido ubicada cien metros del parque yendo hacia el norte. Vuelvo a detenerme varios minutos frente a la vitrina de exhibición de novedades sin leer las carátulas anunciadas. Más bien miro el reflejo de mi gesto acalorado y a los peatones que pasan apresurados a mi espalda. Espero que mi cuerpo se enfríe y que el sudor de mi rostro se evapore o al menos deje de rodar en goteras. No uso el pañuelo.
Ya un poco fresco me dirijo hasta el umbral de la puerta. Antes de entrar dejo que mis ojos se adapten a la penumbra interior hasta que los estantes adquieran una nitidez cordial. El frío acondicionado me pone de buen ánimo, vuelvo a ser yo. El cansino pasajero del día convencido de que su parsimonia de pensamiento es la filosofía práctica que le permitirá concluir su jornada sin mayores sobresaltos.

Voy al pasillo de escritores latinoamericanos, con el índice izquierdo voy avanzando por los lomos de los libros en orden alfabético hasta dar con el autor y el título buscado. Lo retiro, le quito el forro de plástico, huelo el papel, la tinta, las letras. Aspiro, me lleno de versos, músicas, imágenes, y ya en completo trance vanidoso cierro los ojos y empiezo a leer mentalmente. Es una suerte conocer mis propios poemas de memoria.




anuar bolaños.

3 comentarios:

  1. Es un placer caminar a tu lado.

    Un saludo

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  2. Este es tu sello, creo que sería capaz de reconocer a leguas de distancia con tus letras.

    Un abrazo.

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  3. Debe ser reconfortante ir en busca de un libro que uno mismo ha escrito. Como para saber que no fue una ilusión sino un sueño cumplido.

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