He dicho a Mariana tantas veces que soy
un tipo excéntrico que he terminado creyéndolo. Quizás también debería
confesarle que tengo las pelotas escaldadas por el calor de fin de año.
Hoy quedé atrapado en el cuarto de
huéspedes mientras jugaba al inquilino extranjero. Fue necesario destruir la
chapa para poder salir.
Llené las cubetas de hielo con vino
tinto. A mitad de la tarde serví un vaso de vino a temperatura ambiente. El
calor derretía la madera. Puse cubos congelados en mi copa: vino tibio enfriado
con vino glacial. Ven que sí soy excéntrico.
En las noches soy asaltado en los
tobillos por zancudos amazónicos. Ando desnudo pero uso largas medias de hilo
de jugar fútbol.
Hace años decidí no citar a nadie en la
redacción de mis pensamientos. Pero en mi cabeza, en los recuerdos que acumulo
y revivo, muchas voces dictan las frases con que armo estas bitácoras.
Somos varios los que hablamos por turnos
en esta carrera de relevos. Nos pasamos la posta, vestimos el uniforme,
pertenecemos a la misma generación, corremos desbocados y sin norte.
Toda mi suerte se condensa en Mariana
Carbonell. Esta jovencita diminuta, inestable, impredecible, que jura amarme
indefinidamente al tiempo que planea escurrirse por la puerta lateral cuando yo
voltee a mirar a esa otra hembra que pasa con ojeras de monja ninfómana rumbo a
su empleo en un almacén de extremidades ortopédicas. (En realidad mi mujer anda
en busca de un Cromañón que le sacie la entrepierna. Habla dormida).
Limpio las gotas de sudor de mi frente y
quedo suspendido sin saber qué decir. No es fácil sostener esta lógica
incongruente antes de sapotear temas de reflexión para decidirse a seguir una
línea de confesión honesta.
Organizar las perversiones en una
narración inodora exige haber evolucionado hasta alcanzar el estado excelso de
profeta galáctico más astuto que cualquier mesías inventado hasta el momento.
Mierda. Perdí mi turno.